El secreto del éxito

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Por: José Arteaga
(X-Twitter: @jdjarteaga)
Hace unas semanas cuando escribí una columna sobre el reggaetón (“La música fantasma”) algunos amigos me hicieron caer en cuenta que no me había detenido en la industria musical, a todas luces responsable de tendencias y modas, y constructora de ídolos efímeros. Esa industria que el gran Hunter S. Thompson, padre del Periodismo Gonzo, definía con su estilo sin igual de la siguiente manera: “Una zanja llena de dinero, cruel y estrecha, un largo corredor de plástico por el que los ladrones y los chulos campan a sus anchas; pero que también tiene una parte negativa”.
La industria siempre ha sido cruel, qué duda cabe. Pero ha tenido diferentes maneras de lidiar con esos extremos que marcan su devenir: el éxito y el fracaso. Si vendes, tienes éxito; si no, no. De tal manera que las listas de éxitos o Top Charts son justamente eso. Un Hit es algo que vende y las listas funcionan desde 1913 (¡hace 111 años!), que es cuando las popularizó la revista Billboard, la publicación por excelencia de la industria musical.
Pero a lo largo del siglo XX, los criterios de selección de los Charts y las ventas de las empresas musicales estaban determinadas por el producto físico: el vinilo primero y el CD después. De los discos dependían otros sectores periféricos como los fabricantes de tornamesas, audífonos o Discmans, la industria del papel, el sector del diseño gráfico, los proveedores de plástico y demás. Hoy, en la segunda década del siglo XXI, todo eso sigue existiendo, pero ya no es determinante para amasar fortunas, ni tampoco para determinar el éxito o el fracaso. Toda la industria está contenida en un teléfono móvil.
Todo se ha digitalizado y el concepto de álbum como lo más importante, ha desaparecido. Lo que importa es la canción. Ya no se llenan estanterías de madera con tus discos favoritos en una pared de la casa. Ni siquiera se llenan carpetas en el escritorio con tus canciones favoritas. Ahora es una App la que alberga tus listas de canciones preferidas, que has elegido, ¡oh, sorpresa!, de lo que esa App te ha mostrado.
Es cierto. Hay mucho de donde elegir. Hasta hace un tiempo teníamos que rebuscar en todas partes para encontrar canciones que nos gusten. Ahora vivimos en un mundo de abundancia, donde todo está disponible. La fórmula Spotify hace que lleguemos a una gran parte de esa riqueza con publicidad de por medio, y a casi toda mediante suscripción. Está tan a la mano que no necesitamos de algún software pirata o un Download Online para descargar esas canciones. Lo único que necesitamos es una conexión Wi-Fi.
Por supuesto, hay excepciones. La Colección Gladys Palmera, la mayor colección de música latina del mundo, tiene miles de canciones que Spotify desconoce. Hacen parte de discos grabados por casas discográficas independientes durante el siglo XX y cuyos derechos de reproducción están en un limbo jurídico de editoras internacionales. Por esa razón las grandes discográficas se han dado a la tarea de rastrear esas grabaciones y poseerlas. Y en ese inmenso mar, el pez grande se come al chico.
Miren este ejemplo. Seeco fue una casa discográfica que fue muy importante en los años 60, entre otras razones por las ventas de discos de la Sonora Matancera. Hace diez años y tras un largo rastreo, el catálogo Seeco fue adquirido por Fania Records, la reina de las discográficas de la salsa. Pero hace cinco años Fania fue adquirida por Concord Music, un pulpo californiano que ha ido captando sellos históricos de todas las especies: Fantasy, Prestige, Milestone, Riverside, Stax, Musart, Sugar Hill, Panart… En fin.
¿Por qué lo hace?, ¿Qué sentido tiene en esta época digital donde reinan las canciones? Porque la industria se ha dado cuenta que las canciones se pueden exprimir a fondo. Una serie de Netflix, por ejemplo, necesita canciones para su banda sonora y su música incidental. Por ejemplo, Take Five, de Dave Brubeck, posiblemente el tema de jazz más conocido de todos los tiempos. ¿Quién la tiene? Concord, que se la cede por un módico precio. Eso se llama Sincronización, un negocio que genera millones de dólares.
Por supuesto, hay que pagar un peaje: derechos de Publishing, de grabación, de reproducción, de sincronización y de autor. En este caso en particular, Brubeck cedió sus derechos a la Cruz Roja, a la que Concord le paga cien mil dólares cada año. Si ese es un simple peaje, imagínense las ganancias globales.
En síntesis, la industria de la música tiene dos sistemas de generar dinero. Por un lado, exprimiendo el pasado con métodos como la sincronización; y por otro, manejando el presente con la creación de éxitos. ¿Pero cómo se puede hacer eso?, se pregunta uno, si el éxito es aleatorio, es un albur. Pues no. Que una canción y un artista triunfe no es cuestión de suerte. El éxito tiene una fórmula. Si no, ¿de dónde a acá los Grammy siempre los ganen los mismos?, ¿de dónde a acá todo lo que hagan Shakira, Beyoncé o Rihanna se convierta en oro y cientos de miles de músicos mejores que ellas no vean nunca un centavo?
El redactor del New Yorker, John Seabrook, en su maravilloso libro La Fábrica de Canciones, da unas cifras de escándalo: “Hoy en día el 77% de los beneficios de la industria musical los acumula el 1% de los artistas”. La razón es que antes los creadores iban por un lado y las casas discográficas por el otro. Ahora se han unido, y los Hits los preparan tándems de compositores y productores, que utilizan métodos de creación muy definidos. Seabrook los denomina “de pista y Hook”. Esto es, anzuelos o ganchos “elaborados con gran meticulosidad para activar en el cerebro el placer de la melodía, el ritmo y la repetición”. Por lo general, un Hook aparece en una canción cada siete segundos y a tu cerebro le gusta y quiere más.
Esos tándems son de dos vertientes musicales: el Pop y el Rap, los cuales se entremezclan con el Europop, el R&B, según la conveniencia. Al Pop pertenecen Max Martin, Dr. Luke, Stargate o Ryan Tedder, este último a quien apodan “El rey encubierto del Pop”. Al Rap pertenecen Timbaland, Pharrell Williams, Benny Blanco o Ester Dean, esta última llamada “La fábrica de canciones”. Son compositores-productores, dueños de sus propias empresas al servicio de las grandes compañías y que proveen de éxitos a Katy Perry, Miley Cyrus, Avril Lavigne, Taylor Swift, Britney Spears, Jay-Z y demás súperventas.
¿Se conocen? En la industria, por supuesto, son los Rey Midas. Entre el gran público son casi completamente desconocidos. Permanecen en la sombra para mantener la ilusión de que los creadores de esos éxitos son los propios artistas que protegen, los que ganan premios: los Jennifer López, los Lady Gaga, los Mariah Carey, los Adele, los Justin Bieber. No figuran en las listas de Billboard, pero sí en las de Forbes.
También hay excepciones en su dominio global. En la música moderna hay ecosistemas que no necesitan de esta fórmula para subsistir. Por ejemplo, India y Brasil son dos países con millones de personas consumidoras de música sufí y Funk carioca respectivamente. No les hace falta acudir a fórmulas secretas de éxito. Eso sí, a esos países llegan las grandes compañías para pelear por un trozo del pastel.
Un esquema parecido es el de la música latina. Este mundo millonario de Pop y Rap no encaja y nunca ha encajado con lo latino. Por eso existe un Grammy Award y un Latin Grammy completamente independientes. Son escasos los artistas latinos que han cruzado esa barrera. El reggaetón no ha calado entre el público anglosajón porque allí existe el Rap, al cual no le hace falta la fórmula del Dembow (que citaba en aquella columna). La única canción de reggaetón que triunfado en las listas Pop y Rap es Despacito, precisamente porque es la menos reggaetonera de todas.
Pero el reggaetón sí que ha acudido a la fórmula secreta. El primero en explorarla fue Daddy Yankee con su Hit Gasolina en 2004. Y él mismo se lo confesaba a Leila Cobo para su libro La Fórmula Despacito: “La mayoría de las veces voy sacando los Flows, la estructura melódica, y luego voy agregando la lírica… Con el reggaetón, que es más melódico, es más importante buscar un Hook. En Gasolina el estribillo era muy sencillo, muy fácil de recordar. La palabra gasolina es gasolina en el mundo entero”.
Pero Yankee también confesaba otra cosa y es que, como decía antes, una canción se puede exprimir de mil maneras, y hoy en día con los Softwares apropiados a la mano, se fragmentan en Beats y Samples, y una sola base (de la fórmula secreta) se puede convertir en varias canciones diferentes. Luny, el productor de Daddy Yankee, decía: “Agarré esa canción, Cógela que va sin Jockey, y le hice unos cambios rápidos. Se la entregué y él se volvió loco. Le gustó, e inclusive hizo la misma estructura de Cógela que va sin Jockey, pero con otro concepto”. Y eso fue Gasolina.
¿Más ejemplos? Con Despacito pasó exactamente igual. La versión original de Luis Fonsi fue un Hit inmediato, pero un Hit de nicho; es decir, un éxito en los países donde había emigrantes latinos. Pero cuando Justin Bieber hizo un Remix de la canción, ese Hit entró en el Top Chart del mercado americano y anglosajón. En otras palabras, se volvió viral.
Y no es gratuito usar el término Nicho, porque la industria de la música entiende que los nichos se deben mantener. Las ganancias las generan unos cuantos, es verdad. Para ser concretos, el 90% de los ingresos de la industria procede del 10% de las canciones. Pero a su alrededor flotan todos los músicos independientes del mundo, peces en el océano que podrían ser captados para ser convertidos en los nuevos Número Uno y hacer más ricos a los productores que ya lo son.
Así es el mundo de la música. En realidad, así ha sido siempre, sólo que ahora con nuevas herramientas. Es muy posible que dentro de unos años las vertientes cambien y ya no sean el Pop y el Rap las bases de la ecuación, y que en su lugar lleguen fórmulas provenientes de China y Corea. Dicen que la música tiene rutas que cambian cada diez años. Hasta eso está perfectamente medido.

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