«Los Míos» de Gardeazábal

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DESDE NOD pakahuay@gmail.com

«Cuando hace 44 años [en realidad 43, porque su primera edición fue en 1981, ed. Plaza y Janés] publiqué esta novela [Los míos], se me cayó el escaparate encima», escribe Gardeazábal en el epílogo de la última edición de Los míos, 2024. ¿Por qué declara ésto? Al publicarla, según cuenta él, la «gran aristocracia» de su región, a la cual su familia ha pertenecido de manera un poco más modesta, le ciñó la letra escarlata y trató de aplastarlo, en connivencia con la aristocracia y el poder político nacional, ante todo el bogoteño,  bogotano y quienes medran de ambos. Y lo golpeó: un poco más tarde, cuando -como escritor reconocido- se dejó tentar por las sirenas de la política, ellos lo mandaron a la cárcel por un delito que no existía en Colombia, pero que además no había cometido. ¿Quiénes? Él menciona a varios, entre ellos a César Gaviria, presidente entonces (a causa de lo de los marines gringos que no permitió asentarse en las playas Juanchaco siendo el escritor, Gobernador del Valle); a la embajada norteamericana (por lo mismo de lo de Juanchaco, y que quizá fue quien le daría la orden al genuflexo Gaviria); a Horacio Serpa (por varias razones, entre ellas porque como candidato presidencial más adelante, lo atajaría fácilmente a causa de la descomunal votación que obtuvo para gobernador y de de haber atraído el foco del interés nacional hacia su gobierno); a Alfonso Gómez Méndez (quien siendo Fiscal General de la Nación, ternado por Ernesto Samper -presidente entonces-, lo denunció y lo llevó a la cárcel por el NO delito mencionado, y quien, al dejar la fiscalía, de inmediato anunció que sería candidato o precandidato presidencial, como es usual en los fiscales, aunque todos se apagan más pronto de lo que ellos esperan y ninguno ha prosperado) y una serie de muchos, muchos personajes más, políticicos y no políticos, pero siempre poderosos, del estaf bogotano o bogoteño o que dependen de él. Lograron herirlo, pero ahí anda con sus 79 años, su bastón y sus audífonos, hurgando llagas y exponiendo la pus no sólo de esa « oligarquía vallecaucana», como la llama él, sino de toda la «oligarquía» nacional, pero a su vez, compartiendo con varios de ellos a manteles en su casa, quienes lo visitan en su finca de El Porce (Valle). Hay varios que tienen a Gardeazábal por brujo y algunos quizá le temerán por eso; es posible. ¡Coincidencialmente o no, su natalicio es el 31 de octubre! Y de verdad que pertenece a ese grupo de personas con un extraño -no demostrable «científicamente»- sexto sentido, extrasensorial. Una rara intuición, digamos para no polemizar, de la que he sido testigo. También soy testigo y conozco a otras personas más con ese misterioso o indescifrable «don» (que no poseo, excesivamente terrenal). Eso sí, su memoria es prodigiosa y siempre he creído que de ahí deriva, en gran parte, su velocidad para la lectura de todo tipo de textos. Su disciplina para consigo mismo es altísimamente exigente. Pero además, como es agudo mentalmente, disciplinado y crítico, puede llegar más al fondo de cualquier contexto -y en menor tiempo- y abarcar muchos más temas que otros; relacionarlos entre sí y profundizar más, cualidad que pertenece más a la racionalidad del reino de este mundo. Esto tampoco quiere decir que jamás se equivoque en sus juicios y actuares (y como es una catarata de verbo hablado y escrito, yerra también frecuentemente) y no sé si su carácter le permita reconocer pronto sus equivocaciones ; hay quienes señalan que no, como veremos.

Pero mucho antes aun de su novela Los míos, Gardeazábal despertaba inquinas. Raymond L. Williams, colombianista norteamericano que lo ha estudiado de manera crítica, decía en 1977 (cuando ya era una figura, reconocido por Cóndores…): «En cuanto al lector colombiano y la obra de Álvarez Gardeazábal [A. G.], la reacción ha sido contradictoria. Es decir, el tulueño ha gozado de cierta popularidad a pesar de ser, para algunos, un escritor de [sic] que no se habla, que no existe. La popularidad se hace evidente por el hecho de que se siguen publicando nuevas ediciones de sus obras… […] …Ha recibido crítica negativa de la izquierda, como en el caso de la siguiente evaluación crítica por parte de Arturo Alape: ‘En Cóndores no entierran todos los días la realidad no se profundiza; Se cuenta, se describe en sus hombres y en su paisaje y en su ambiente. Pero no más. Viene entonces el estancamiento. Sobre todo porque Á. G. no quiere enfrentarla más decididamente, más en profundidad, desentrañando los indicadores no sólo presenciales, sino promotores políticos y sociales, desde un punto de vista de clase’. La lectura de la obra de Á. G. afirma que Alape tiene razón: A. G. no quiere enfrentar la realidad desde un punto de vista de clase porque su manera de percibir su circunstancia claramente no se fundamenta en una interpretación clasista» («Aproximaciones a Gustavo Álvarez Gardeazábal», Plaza y Janés, 1977, pp. 11 y 12).

Supongo que Los míos podría haber empezado a escribirse en el período de Julio César Turbay Ayala, 1978-1982, y quizá la finalizó para el año 80’ o finales del 79’, ya que alcanzó a presentarla al concurso de novela de la Editorial Plaza y Janés,  donde fue finalista y, más tarde, la misma empresa la publicó en 1981. ¿Para qué hago este recuento de fechas, entre presumibles y reales? Porque Los míos narra una descomposición colombiana -para algunos, el comienzo de la actual, para otros sólo su transformación-, putrefacción muy sui generis en la novela, donde hay una mezcla de protagonistas: líderes empresariales y no empresariales; políticos tradicionales y marxistas; militares y clérigos de alta, mediana y baja estofa; y todo giraalrededdor los descendientes criollos de un «noble» español (que lo hubo en la realidad, en el Valle del Cauca); todos advenedizos oportunistas que aprovechan y derrocan del poder colombiano a otra élite corrupta que se había transmitido y retransmitido, per secula seculorum, su poder económico y político a causa del gen de la corrupción. El 27 de febrero de 1980, el M19 se tomó por asalto la embajada de la República Dominicana en Bogotá, toma que terminó el 27 de abril del mismo año, después de acuerdos y transacciones con el gobierno Turbay Ayala. Lo más probable es que en ese entonces él ya estaría escribiendo Los míos, y quizá esa toma violenta le dio una luz diferente a su esquema inicial y le hizo tomar otro vuelo. Él sabe que montarse en una narración (y más si es extensa como la novela, p. ej.), es encaramarse a una mula que uno la cree dócil, pero que de repente sale con sus resabios: muchas veces uno le señala el camino y ella coge para donde le da la gana (y uno debe bregar a no dejarse tumbar y continuar con esa mentira creíble o ficción).

Para cuando aparece Los míos, el auge del narcotráfico ya volaba siniestro y pleno. Los dueños sempiternos de Colombia habían tratado de atraerse a los mafiosos no sólo a sus clubes y salones sino a sus negocios; eran sus nuevos y mejores amigos (y socios). No había fiesta sin su brillo estrafalario ni sin sus grotescos regalos. A esos perennes dueños del poder económico y político colombiano, los narcos empezaron a «llevar» en el transporte y el producido de sus embarques. Lo sabíamos todos. Con ellos hacían pingües negocios de compraventa. Lo conocíamos todos. Los traquetos eran, de fente, el señor don tal y cual ; por detrás seguían siendo, para los poderosos, «los mágicos». El mismo presidente Turbay, que llegó a la presidencia por el mérito de saber esperar en la fila de genuflexos manzanillos, como han llegado casi todos, había sido señalado por la revista internacional Visión de la época (a la que mi padre era suscrito, y lo leí), en alguno de sus números, de la relación del político y candidato Turbay Ayala con las mafias de los traficantes del contrabando, que devinieron en las de la marihuana, como comenzó.

Los míos, quiéranlo o no sus malquerientes, es la obra escrita por un valiente. Sólo un valiente o un loco se rebela contra los integrantes de su clase y les disparara -como lo hace Gardeazábal- la sarta de nombres (algunos con sus apellidos) de funcionarios o personajes o sitios (unos reales e históricos, otros camuflados y algunos hasta metafóricos), de esa región, El Valle del Cauca, una de las más desarrolladas económicamente del país. Pero, claro, los mismos le retornaron los golpes; ya dirá la Historia si más contundentes que los de él o los de él fueron aplastantes en el tiempo. «Uno no es verrraco en balde ni sin coste», asegura (Tittler, 123).

Los míos lo narra el monólogo de  una mujer; ella es la última descendiente y de las pocas personas no corruptas de esa familia dueña del único periódico Conservador de Cali (de la que jamás se conoce su nombre), pero el «antihéroe» -fundamental, si se quiere- de los sucesos trascendentales que «resuelven la tragedia» es Gustavo, a quien la narradora lo define así: «…ese ser indecible […], tan difícil de tomar entre manos, tan contradictorio, tan imposible de definir y quien fue a la larga el único que me abrió los ojos…» (Los míos, pg. 161). ¿Su alter ego?

Estoy seguro de que el otro Gustavo -el real- quizá siempre se ha soñado como un revolucionario, un revolucionario NO marxista (detesta el marxismo aunque conoce muy bien su filosofía, su doctrina y las historias de sus históricos) y, aunque en la vida real -de corazón y de obra- conozco que ha ayudado a varios marxistas en todo tipo de apuros (igual que a no marxistas de otros espectros políticos, también en aprietos), pareciera que detesta las agrupaciones marxistas. ¿Cuál es entonces el tipo de revolucionario con el que se ha soñado que es? Los míos da algunas pistas: es quizá un anarquista (que a su vez detesta también la filosofía y las doctrinas de Bakunin; contradictorio dirán, como define la narradora a Gustavo, su personaje). Sí es un revolucionario, aunque no faltará quién diga que sólo es un enfant terrible, literalmente «niño terrible», pero cuya traducción más amplia es «…[Una] persona brillante, rebelde y transgresora, cuyas opiniones y creaciones se apartan de la ortodoxia». ¿Y por qué señalo que es un anarquista? Porque está claro en su similitud que detesta lo que el anarquismo rechaza fundamentalmente: el poder, la manipulacción que ejercen o tratan de ejercer los poderosos, en nosotros la humanidad. Al mismo tiempo, el anarquismo pretende una convivencia basada en la voluntaria solidaridad. Y, aunque muchos, muchísimos, lo deseamos de corazón, ni él ni yo ni muchos quizá, lograrán ver un mundo totalmente justo, totalmente libre y totalmente solidario, aunque también es cierto que nunca perderemos la esperanza de seguirlo buscando; es decir, hay seguir peleando para lograrlo. Y volviendo a Gardeazábal, él honraentre las cosas que honra, la inteligencia -de palabra, de obra o, todavía más y mejor, la de palabra y obra-. ¿Qué más encuentro en Los míos sobre el revolucionario real Gustavo? Hay mucho detalles, pero otro que resalta, casi al final de la novela, cuando la revolución «triunfa», el personaje Gustavo «tira p’al monte», a empuñar las armas contra sus antiguos «camaradas»; se rebela contra su inhumana forma de manipular poder contra los mismos ante quienes se habían presentado como sus redentores, algo que pareciera que es lo común en las revoluciones (Stalin y sus sucesores, Carranza y los siguientes, Franco, Gadafi, Castro, Ortega, Chávez, y etc, etc. Recordé la figura del Dr Zhivago, de Pasternak, aunque el doctor ruso jamás empuñó las armas contra los rojos ni se adhirió al ejército de los blancos. Prefirió resignarse a ser un mártir.

El profesor Jonathan Tittler, colombianista norteamericano, crítico suyo y también su mejor biógrafo («El verbo y el mando», Colección CantaRana, Tuluá, 2004), hace varias aseveraciones del Gustavo real: «En general, [Gardeazábal] es una persona de una gran razón instrumental (en el sentido de Habermas): es un gran estratega y un talentoso director de proyectos. Como tal, es un pensador cuyas abstracciones tiende a tener como su finalidad una inmediata aplicación práctica» (pg. 80). Más adelante señala: «… Gardeazábal, que sabe tanto del mundo como de los libros, entiende lo inseguro de la vida y la perversidad íntima de los hombres. No tiene reparo en hablar mal de alguien si se lo merece, en crear escándalos cuando hace falta y en improvisar soluciones cuando las condiciones lo dictan. Es capaz de lanzar calumnias, levantar polémicas y pensar sobre la marcha, si el servicio al pueblo lo reclama» (pg. 198), bastardillas o itálicas mías. Más adelante, dice algo que en algunas de mis visitas al amigo, en su trabajo de alcalde y luego en la prisión, en el cuartel de la policía de Tuluá, también alcancé a observar de entre sus subalternos, pero que el profe Tittler lo expresa magistralmente: «… tomar en serio la posibilidad de la presidencia, sin robar plata, fue el error más grave de su vida […] Habiendo tomado la decisión de comprometerse con la política […], su error más grave [aún] fue rodearse de gente no lo suficientemente bien preparada para contradecirlo» (bastardillas mías) (232).

 Aquí un paréntesis para una anécdota que viví personalmente. En esos tiempos de sus alcaldías (no recuerdo si la primera o la segunda), se volvió noticia nacional que había un grupo armado que lo había declarado objetivo militar, tampoco recuerdo la razón. En mi visita a unos familiares en Tuluá, decidí también “hacer un campo en mi agenda” para visitarlo. Me había dicho que fuera a una hora que quizá fue las 6 y media de la tarde o a las 7 de la noche, cuando acababa su jornada. Me invitó entonces a dar unas vueltas por uno de los parques de Tuluá, el principal, donde estaba ubicada la alcaldía. Aunque yo ya sabía por la prensa de sus riesgos y peligros, me los contó. En la primera vuelta, caminando lento me dijo: “ese que ves ahí en la esquina, es mi escolta”. La sombra oscura o “bulto” del hombre señalado, de más o menos 1,65 metros de estatura y muy barrigón, estaba absolutamente desentendido de él, conversando con quienes parecían sus amigos, junto a unas motos. En otra vuelta, ese mismo día, mirando hacia una montaña muy lejana, creo que me dijo, más o menos: “allá acampan los que quieren asustarme… ¿Ves las luces del campamento?”. Yo no recuerdo si las vi o no. Quizá sí.  Creo que me dijo que eran los del ELN. “Hay mucha gente, que me quiere y me respeta y que no desea que yo salga; que aquí en la calle o en el parque me pueden dar unos tiros”. Yo calibré la situación y, claro, sentí miedo, pero no se lo expresé; pensé en mis dos niñas pequeñas, en mi familia y en la mujer que quedaría sola a cargo de ellas, aunque la sabía muy capaz. No quería que mis hijas quedaran huérfanas tan temprano. Afortunadamente jamás pasó nada. Sólo recuerdo ese momento de miedo, dando una o dos o tres o no sé cuántas vueltas alrededor de ese sinfín eterno. Cuento esto, porque el mismo profe Tittler señala, refiriéndose a la valentía de algunos de sus héroes o heroínas como Gertrudis Potes y otros: “Ese mismo fatalismo se ha podido observar en la conducta de Álvarez Gardeazábal en numerosas ocasiones cuando, con inusual valentía, se ha enfrentado con situaciones de real peligro mortal. Si le toca morir, muere, y si no, no muere, parece ser su actitud” (pg. 80), bastardillas mías.

Las anteriores son apenas unas líneas, que intentan llegar a dilucidar en algo la caída del escaparate que Gardeazábal señala que se le vino encima a causa de la publicación, en 1981, de esta novela. No me referiré para nada los descuidos, algunos muy visibles, que dejaron pasar sus editores actuales. Medellín, Nod, octubre 23 de 2024.

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