Por: Juan Pablo Torres-Henao
Hace unos días se conmemoró los ocho años de la firma del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera suscrito entre el gobierno de Juan Manuel Santos en representación del Estado colombiano y las extintas FARC-EP y, como ya se ha vuelto costumbre, el jefe de la Misión de Verificación de la ONU en Colombia le ha recordado al pueblo colombiano que el llegar a este aniversario es de por sí un éxito, ya que la mayoría de acuerdos de paz no alcanzan ni el quinto año de acuerdo a los estudios de John Paul Lederach
Sin embargo, siempre se ha obviado -dado que es un tema incomodo-, reconocer que en gran medida, dado el nivel de incumplimiento, rezago, simulación y violencia letal, la longevidad del Acuerdo Final de Paz se debe al compromiso de las y los excombatientes de las extintas FARC-EP con una Colombia que dirima el conflicto social, político, económico y ambiental de manera democrática, es decir, gracias a su firmeza con el Acuerdo Final de Paz, tanto en la negociación como en su implementación.
Y es que esto es así no solo en virtud de que el proceso de paz con las extintas FARC-EP reporta una bajísima tasa de rearme -menos de 2.000 de los más de 13.000 firmantes de paz han vuelto a las armas- en comparación con otros procesos de paz en otras partes del mundo, sino a que las y los firmantes de paz se destacan como uno de los grupos poblacionales que con mayor ahínco exige el cumplimiento de lo pactado más allá de lo que directamente les atañe.
Su rol ha sido destacado en el impulso del proceso de sustitución de cultivos declarados de uso ilícito -cobrándole incluso la vida a muchos de ellos-, desde hace muchos años se preparan para apoyar el desminado humanitario donde el país lo requiera y contribuyen a la apropiación de la reforma rural integral en todo el territorio nacional, especialmente en aquellos lugares donde sus iniciativas productivas demandan el acceso a tierra, pero también a servicios para lograr una transformación estructural del campo y un cierre de la brecha existente entre lo urbano y lo rural.
Tal como lo ha enseñado la Escuela de Cultura de Paz que lidera Vincec Fisas en Cataluña, la construcción de paz se trata más de un proceso que de un acontecimiento, y así lo han entendido la gran mayoría de quienes hace ocho años expresaron la voluntad colectiva de contribuir mediante la dejación de sus armas, la activación de nuevas ciudadanías, la comparecencia ante el y la movilización social a la superación de las causas estructurales que originaron, dinamizaron y prolongaron el conflicto armado en nuestro país.
En estos días que se conmemoran ocho años del acuerdo de paz que sentó las bases para transformar a Colombia, es deber de quienes amamos la paz reconocer, por una buena vez, que de no ser por la firmeza de las y los excombatientes de las extintas FARC-EP que construyen paz en y desde los territorios no habría nada que celebrar y trabajar para que sus esfuerzos sean en efecto semilla de justicia social y ambiental de la que nazca una Nueva Colombia.