Valorar la historia

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A propósito del fallecimiento del historiador Nariñense Julián Bastidas Urresty, quisiera hacer una reflexión sobre el valor que le damos a la historia en la información que compartimos diariamente en redes sociales. La historia ha estado atada al periodismo desde siempre, aunque en los últimos tiempos se ha creado una brecha entre ambas áreas.
Hasta hace unos años los medios escritos de comunicación eran lo único que nos permitía mantenernos informados. Hoy en día, en un tiempo en que la inmediatez campa a sus anchas y controla nuestro accionar, la información viene de las redes sociales, que son, por así decirlo, lecturas de titulares sin mayor profundidad, en muchos casos, ninguna. Es notorio que no tenemos tiempo de nada. Vivimos ocupados sin esa pausa que imponía antes la lectura del periódico. De modo que hemos caído en la trampa de considerar que leer un resumen noticioso en redes es como si hubiésemos leído y entendido la noticia.
También es verdad que han sido los propios medios los que han ido perdiendo la batalla frente a las redes. No intuyeron sus peligros y no se prepararon para hacer un uso sabio de ellas, adaptando sus manejos informativos a las diversas plataformas. Hoy los medios escritos tradicionales (revistas y periódicos) se perciben como empresas cerradas donde un portero impide el paso a cualquier persona. De modo que la mayoría (su antiguo público natural) las desecha y prefiere informarse a través de cápsulas audiovisuales en TikTok, Instagram, X, Facebook e incluso YouTube.
Ante tanta superficialidad informativa, es natural que aparezcan las Fake News, los Trols y los Bots. La superficialidad no permite ver quien tiene la razón. Las redes no ofrecen análisis, porque estos son de largo aliento. Analistas como Ricardo Ávila, Miguel Ángel Martín, Mauricio Cárdenas o Julio César Iglesias son leídos por personas interesadas en determinados temas, pero no por todo el mundo como ocurría antes al abrir la página 18 de cualquier diario.
Hay intentos por cambiar esta ecuación malévola que fragmenta la sociedad entre quienes están bien informados y quienes no. Por eso desde la pandemia, leer los escritos largos en cámara (aproximándose al sistema Podcast) se ha vuelto común. Y la nueva tendencia en boga son los Carruseles en Instagram, que luchan contra la publicación de una sola foto que supuestamente lo dice todo; e hilos en X, que combaten a los resúmenes tendenciosos de una información en pocos caracteres.
Ahora bien, un defecto de las redes, o de los Influencers en las redes, es que no conocen la historia, y lo que es peor, no valoran la historia. Un Influencer pierde la batalla de la información veraz al no hacer un seguimiento riguroso del pasado. La creadora de contenidos Carol Ann Figueroa (a quien admiro mucho), al hacer su balance del año respecto a las noticias que marcaron 2024 y hablar del archiconocido escándalo de la UNGRD, decía: “estoy segura que algo de estas dimensiones ya se dio antes. No me cabe la menor duda”.
Error. Un periodista trabaja con certezas y con informaciones contrastables. Una conclusión como ésta entra en el terreno de la especulación y al no dar nombres y fechas genera un halo de duda, la hace tendenciosa. Sé que su intención era otra, que la gente no trague entero y que se lea la “letra pequeña” de las noticias, lo cual está muy bien, pero al no ahondar en los antecedentes históricos, el resultado es una falta de profundidad, lo que suele ser habitual en estos dueños de la información en redes.
Hay un peligro adicional y es que al no profundizar y no valorar en su debida medida la historia, llámese pasado inmediato o ancestral, el Influencer o creador de contenidos es visto como parte de un grupo político que fomenta la división, sobre todo en estos tiempos de polaridad que vivimos. Un columnista se diferencia de un analista porque el primero expresa un punto de vista personal y el segundo hace una descripción fundamentada de un hecho. A ambos los precede una investigación y eso se nota. Una persona que sabe de algo se nota a leguas. Una persona que sólo muestra lo superficial no se ve como un Data Scientist, sino como un Supporter.
Pero no es de extrañar. Cada día pasamos página y no importa lo trascendental o la dimensión que tenga una noticia, “tu amor es un periódico de ayer que nadie más procura ya leer”, como diría Tite Curet Alonso. Si valoráramos el pasado inmediato y no lo olvidáramos, podríamos decir, por ejemplo, que cuando el Presidente de la República decía en junio de 2024 que quería llegar a extremos lugares de regiones como Antioquia porque nadie llegaba allí, la Fundación Secretos para Contar llevaba 20 años recorriendo cada una de las 4.200 veredas del departamento y ayudado a 210.000 familias campesinas a construir sus propias bibliotecas con libros de historia y consejos de agricultura y salud.
Nuestra mente no está educada para preservar la información del día anterior. A las nuevas generaciones no les enseñan eso en las escuelas. Lo que se mantiene en la mente es lo que viene por memorización: lengua, matemáticas, idiomas… Pero no la historia, porque esto se mira como secundario en la educación. No entra en el mismo nivel de las ciencias básicas. Y allí se pierde el rastro de los hechos.
Y aquí entra el tema de la enseñanza, para lo cual transcribo algo que decía hace algunos años al respecto:
Hubo un tiempo en que las clases de historia eran relaciones de hechos sucedidos, uno tras otro, año tras año, guerra tras guerra. Aprobabas si memorizabas y no había más discusión. El sistema era único e indivisible a pesar de las propuestas de gente como Jaime Jaramillo Uribe y su idea de hacer una nueva historia de Colombia más analítica y contextualizada. Así hasta que en 1978 la editorial Siglo XXI publicó “Colombia Hoy”, donde la historia era vista y analizada desde diferentes perspectivas, como la economía y la literatura, por ejemplo, gracias a la pluma de intelectuales como Mario Arrubla, Jorge Orlando Melo, Juan Gustavo Cobo Borda o Álvaro Tirado Mejía. Y las reglas del juego empezaron a cambiar.
Aunque el pensum no se vio afectado por esta nueva tendencia, muchas publicaciones antes cuestionadas salieron a la luz, como los “Estudios sobre la vida de Bolívar”, que había escrito José Rafael Sañudo en 1925. Allí se mostraba la otra cara del “Libertador”, su lado oscuro y su faceta más vil en nombre del panamericanismo. No es que pasara nada en concreto con esta mirada. Salvo Nariño (tierra de Sañudo), el resto de Colombia la ignoró. Pero si hubo una sensación que no todo estaba contado y que había una realidad implacable, resumida en una frase de George Orwell: la historia siempre la escriben los vencedores.
Enseñar la historia necesita tiempo, porque detrás del dato tiene que haber una reflexión. Cada hecho deja una enseñanza para el futuro. Existe un contexto en el que se desenvuelven las cosas, lo que explica las acciones, los liderazgos y las guerras.
Sin embargo, en lugar de darle tiempo a la cátedra de historia, lo que ha hecho Colombia es quitárselo. En 1984 se expidió el Decreto 1002, firmado por el entonces ministro de educación, Rodrigo Escobar Navia, donde se integró la materia al área de ciencias sociales. ¿Que la historia necesitaba conectarse con otros campos? Si, pero esta fue una mala interpretación. Diez años después, siendo ministra Maruja Pachón, se expidió la Ley 115, ley general de educación, donde ni siquiera se le mencionaba como parte de sociales. Se hablaba solamente de la necesidad de una educación integral. Fue como un entierro de primera para la historia.
¿Cuántas personas se educaron sin mayor conocimiento de la historia en el país y sólo dando un plumazo? Millones hasta diciembre de 2017, en que la Ley 1874 modificó parcialmente la ley general de educación. El objeto era restablecer la enseñanza obligatoria de la historia, aunque no como cátedra autónoma, sino integrada a las ciencias sociales.
La nueva ley nacía a propósito de la formación de una memoria histórica para la reconciliación y la paz. Y eso está muy bien. Pero lo que pasa es que nuestra historia no solamente ha sido una historia de conflicto y violencia. Hay muchas cosas sociales, humanas, económicas, deportivas, culturales, empresariales, comerciales, geopolíticas, urbanísticas, científicas o tecnológicas que merecen ser contadas.
Ya lo dijeron en el Ministerio de Educación en su momento: “la cátedra de historia no va a volver”. Una conclusión legislativa que parece más una sentencia. Aún así, tener esta nueva ley es mejor que no tener nada. El problema es que transcurrieron casi cuatro años para que el objeto de esta ley comenzara a aplicarse.
En ese lapso pasaron dos años de reuniones fallidas y burocracias para diseñar un curriculum, tras lo cuales La Universidad Pedagógica y Tecnológica intentó echar una mano. Luego se firmó el decreto 1660 de 2019 para organizar la comisión asesora para la enseñanza de la historia de Colombia. Y finalmente llegó la pandemia y los plazos presupuestados se diluyeron. Parecía que no fuese una prioridad, hasta ahora que ya parece que la historia vuelve a tener un sitio (aunque pequeño) en el plan de estudios.
Pero hay una cosa más. ¿Cómo se enseña? Con buenas intenciones, por supuesto, pero en un mar de dudas sobre los enfoques porque sencillamente no es una cátedra. En redes sociales la Comisión para la Enseñanza de la Historia de Colombia propone debates permanentes. Está muy bien, aunque de esta forma estamos volviendo a plantear cosas que aquellos intelectuales de “Colombia Hoy” ya habían planteado y resuelto en 1978.

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