La mujer de Ulrich See era una hermosa exprostituta alemana a quien conoció en el burdel Las Aliadas de Bahía de la Cruz: La mona Margot.
Los marinos franceses de la postguerra no le agradaban a Margot porque infectaron con su olor rancio a las putas del burdel, incluso a ella, la meretriz más famosa, quien con su «bulto de vagina» podía atender un barco completo toda la noche.
Marlene Adler, su madre, una alemana-judía exiliada, quien hablaba un español enredado, llegó durante la Segunda Guerra Mundial a Bahía de la Cruz con su pequeña hija Margot, quien tenía diez años. Su esposo Hermann Adler falleció en el viaje al cruzar el Atlántico, y hubo que botar el cadáver al mar porque la travesía duraba más de tres meses.
No teniendo quien le diera asilo, tuvo que dedicarse a la prostitución en el muelle marítimo, y consiguió muchos clientes por su belleza nórdica. Rechazada socialmente por su rótulo de puta, Marlene se mantuvo firme en su rol de iniciadora y vendedora de amor hasta el punto de abrir un prostíbulo: Las Aliadas. Cuando envejeció Marlene, introdujo al mercado sexual a Margot, quien había salido bachiller del Liceo Femenino, no había conseguido empleo en la Aduana por falta de palanca política, y contaba con veinte años.
En ese tiempo, en Bahía de la Cruz, las mujeres que no conseguían trabajo remunerado en una oficina de aduanas, en la administración municipal, o en el terminal marítimo, ante la falta de un cónyuge responsable que las sostuviera, se dedicaban a la prostitución, a la vez que eran madres solteras que se encargaban de mantener y cubrir las necesidades básicas de sus hijos.
Marlene Adler cumplía dos roles: el de ser madre, y puta. Para ella no era fácil satisfacer las necesidades carnales de los hombres a la vez que procurar mantener el bienestar de su familia. El ser madre y puta era un riesgo porque esta mujer estaba expuesta a que su hija Margot se enterara de la actividad a que se dedicaba, y a la poca disponibilidad de tiempo que tenía para ella. Era la combinación de lo bueno y lo malo, lo puro y lo impuro, porque el cuerpo de esta mujer que era madre podía verse como sagrado, por cuanto tenía el poder de reproducir, generar vida; mientras que, por otro lado, se utilizaba como una fuente de placeres, de satisfacción de deseos de ella misma y de los otros.
En la prostitución porteña, las mujeres que trabajaban en sitios de mayor nivel socioeconómico no sólo eran mejor remuneradas, sino que además estaban menos expuestas al peligro. La clientela eran los marinos ingleses, noruegos, franceses y alemanes que llegaban al puerto, y también los nativos de un mejor nivel social, y no tenían necesidad en desplazarse a ningún otro lugar.
Las prostitutas de Bahía de la Cruz asumían su postura, se personificaban como verdaderas vendedoras de placer al momento de estar en la intimidad con sus clientes y sus sentimientos pasaban a un segundo plano. En Bahía de la Cruz los escenarios más recurrentes para la práctica de este oficio eran los clubes nocturnos, ya que eran sititos constituidos y reconocidos socialmente para la práctica de esta actividad, además, las mujeres evitaban el peligro al ubicarse en sitios externos a estos. Las discotecas y bares del centro del puerto se habían consolidado como segundo lugar y como punto de encuentro para la realización de esta actividad. Por último, la calle era unos de los escenarios más antiguos para la práctica de este oficio, sobre todo en la zona de Aire Libre denominada la Zona Negra, porque todas las putas eran negras; pero pasó a ser poco utilizados por las mujeres. Entre sus causas se encontraban el maltrato hacia ellas, la mala remuneración, violencia física verbal, problemas delictivos, entre otras. Además, la prostitución callejera se había convertido en un escenario poco recurrente para los clientes, especialmente para los marinos extranjeros que estaban expuestos al atraco callejero. Para poner orden al servicio sexual, el alcalde, el doctor Trompada, mandó a cerrar todos los clubes de mala muerte, y el Club Las Aliadas se salvó de ser clausurado porque sus amigos, de una asociación llamada El Buque, se lo solicitaron. El Club Las Aliadas estaba enclavado en la zona del Pilote en Bahía de la Cruz, el puerto que a la vuelta de la esquina tenía al canal interoceánico de Panamá.
Aquel puerto era Cosmopolita por excelencia durante la Segunda Guerra Mundial, en sus calles circulaban marinos del mundo entero, que por su manera ruda de vida y de trabajo, y por su austeridad en alta mar, fueron en un principio vistos como bichos raros, cosa que por estos lares nunca se vio anteriormente, con vestimentas igualmente un tanto estrafalarias para el estándar de la ciudad, hombres ávidos de sexo y los ojos rojos llenos de lujuria, dada por su abstención obligada de confinamiento en sus barcos por largos periodos de tiempo en sus viajes allende de los mares.
En Bahía de la Cruz se reunían todas las condiciones de los grandes orbes del momento: New York, Hamburgo, Los Ángeles, Baltimore, Ámsterdam. Lo inundaba las grandes marquesinas iluminadas por el dios neón; el dólar circulaba a igual que nuestra moneda nacional; las calles fueron entonces una Torre de Babel; caminaban los marinos en grupos, estos mismos que en principio se encargaron de frecuentar y trazar el rumbo del Club Las Aliadas.
Los puertos necesariamente tienen una vida nocturna diferente de las demás ciudades, por razones obvias, eso hace que los placeres, la musica, y el agite de la ciudad sea diferente, porque en medio de la noche se mueven muchos elementos diferentes que son propios, todo esto debido al circulante y al poder adquisitivo, los marinos no recatean precios, por lo contrario, son dadivosos con todos, pero mucho más con las putas, con sus amantes a quienes llenan de presentes en sus furtivas visitas y les cuentan fantasiosas aventuras como sacadas de Las mil y una noche.
Toda esta amalgama de cosas, contribuyó que cada día el Club Las Aliadas fuese más y más famoso, y muy frecuentado en sus inicios por los embarcados, lo que creó un torrente de migración de mujeres bellas de toda la geografía del país. Despampanantes, lujuriosas pelinegras, rubias, peliteñidas, platinadas, altas, bajas, delgadas, voluptuosas, esbeltas, pero con un común denominador: hermosas. Fue siempre una de las condiciones para aceptar que una prostituta trabajase en dicho lugar. Y la lógica era simple: nadie va a buscar mujeres no agraciadas, para calmar las penas de la carne, las penas de tanta abstinencia en los barcos, nadie.
Marlene Adler nunca olvidó la ignominia que le hicieron sufrir los nazis durante la segunda guerra mundial, y decidió, de manera equivocada, atacar a los marineros mercantes alemanes en los establecimientos que más visitaban: los burdeles. Lo hizo de varias formas. En primer lugar, en su burdel Las Aliadas convenció a muchas de las camareras para que introdujeran cocaína en los vasos de cerveza de los germanos. Su finalidad era que se convirtieran en adictos y que, cuando regresaran a Europa y estuvieran con sus esposas y novias, padecieran un severo síndrome de abstinencia que les impidiera atender sus compromisos conyugales. La segunda parte de su plan se hizo realidad gracias a las prostitutas y al doctor Fong, el ginecólogo encargado de certificar que las meretrices no sufrían enfermedades de transmisión sexual para los marinos germanos. Este galeno dio el visto bueno a chicas que padecían sífilis o gonorrea para que infectaran a los marineros cuando mantuvieran relaciones con ellos.
Cuando el cónsul alemán en el puerto se dio cuenta de la venganza de Marlene Adler, pidió a las autoridades nacionales hacer una investigación del asunto para evitar que las tripulaciones de los buques mercantes alemanes siguieran padeciendo estas enfermedades infectocontagiosas. Al final, la veterana prostituta se calmó y se retiró de la administración del burdel, porque su hija, la mona Margot, le pidió cancelar su trabajo sexual de atender con su vulva a buques enteros que acoderaban al terminal marítimo cada mes. Al morir, casi a los noventa años, fue enterrada con ataúd en una fosa a la entrada de su burdel, vistiendo el traje de lentejuelas de su tiempo de gloria sexual, y con una placa que decía: “Aquí yace Marlene Adler, la alemana que con su vulva creó el Reich del sexo”.
Por aquel tiempo, Ulrich See quien trabajaba con Exporter Ltda. se encargaba de comprar la madera en la zona de Bahía de la Cruz y despacharla hacia USA, conoció a la mona Margot en el burdel Las Aliadas. Una noche, la mona Margot estaba leyendo la suerte a sus compañeras con los naipes porque no había clientes, hablando de cualquier cosa con las otras putas: La «TransOcampo», apodada a si porque era la flota de buses en donde todos los habitantes del puerto se montaban; Ana la «Soldado», quien quedó con ese remoquete después de vencer con sus muslos a un buque de guerra de la United State Navy que hacía vigilancia en el Pacífico; y las otras llamadas la «Vitola», la «Fumanchú», la «Cuchichí», y la «Culebra». De un momento a otro, vio al submarinista alemán que esperaba cerca de ella muy intrigado. De pronto, Margot extendió la mano y lo tocó: «Qué cosota», dijo, muy impresionada, y fue todo lo que pudo decir. Ulrich sintió una comezón en los testículos. Margot no le hizo ninguna insinuación, y el alemán se retiró. Las mujeres quedaron tan impresionadas con el tamaño de su pene, y con su enorme musculatura, que empezaron a imaginarse cómo sería una noche con él en la cama.
Pero, Ulrich la siguió buscando todas las noches guiado por el olor de Chanel que ella tenía en las axilas y que se le quedó metido debajo del calzón. Quería estar con ella en todo momento, quería que ella fuera su amante, que nunca salieran de la pieza del burdel y que le dijera todas las noches: «Qué cosota».
Un día, no pudo soportar más y fue a buscarla al burdel Las Aliadas, le dijo que estaba encoñado con ella y que se fueran a vivir juntos. Ella le respondió que era una decisión muy difícil de tomar porque era la administradora del burdel y no tenía reemplazo.
Cuando Ulrich regresó acongojado a su cuarto del Grande Hotel ubicado cerca del parque central de Bahía de la Cruz, empujó muy fuerte la puerta del dormitorio, y no pudo impedir despertar a los otros inquilinos. De repente, en la oscuridad reinante por el eterno aguacero porteño, comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente desorientado. Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para de pedirle a una puta que se fueran a vivir juntos. Esa noche, en sueños, le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero ella le respondía que, vivirían juntos cuando arreglara sus asuntos del burdel, y que ella no se cansaría de esperarlo, así él se regresara para el aserrío de Rodeo, o hasta la misma Alemania. Le expresó que, en su ausencia siempre lo identificaría con los marinos altos y rubios que visitaban el burdel, y que los naipes de la suerte que se hacía leer de otra prostituta, le auguraban algún día encontrarlo en cualquier lugar del mundo por las rutas del mar, a pesar de los años que demorara en regresar. Le juraba que, si con el tiempo ella perdiera en su espera la potencia de la vulva, la fuerza de los muslos, y la dureza de los senos, ella conservaría intacta la locura del corazón.
Trastornado por aquel sueño prodigioso, Ulrich buscó su rastro todas las noches a través del laberinto del cuarto del Grande Hotel. Durante el día, cayéndose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero cuando él entraba en el burdel Las Aliadas, y veía a Margot alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía que hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer algún día sería su esposa.
A los meses, y después que Mr. Sullivan lo trasladó a manejar los negocios de Exporter Ltda. desde San Thiago, se llevó a Margot a vivir juiciosa, después de vender el burdel Las Aliadas a las otras socias del sexo.
Habían encontrado juntos el camino del amor.