Por: Camilo Eraso
Los nevados andinos y las nubes verdes de Ipiales son testigos impasibles de los movimientos comerciales entre los países vecinos. La gente quería aprovechar el tipo de cambio que primero favorecía en un sentido y luego, sin aviso previo, cambiaba de dirección por tiempo impredecible. Ese péndulo, como un detonante, disparaba el comercio hacia un país o hacia el otro.
Las ciudades fronterizas están a un suspiro una de otra. En la tarde del viernes, familias completas se desplazaban con canastos vacíos y bolsillos llenos, para desocupar las estanterías de los locales comerciales. Las ventas, entre sábado y domingo, se elevaban como cometas con los vientos de agosto.
Los comerciantes del país anfitrión ganaban la lotería sin haber comprado el billete, mientras que los del país opuesto perdían todo en el casino, sin haberse asomado a su puerta. Cafeterías, restaurantes y hoteles también colmaban sus arcas; los viajeros imploraban para conseguir un plato de sopa y no encontraban una sola cama libre, ni siquiera en los más impensados hospedajes.
Al anochecer del domingo, los almacenes parecían arrasados por un huracán, las gasolineras quedaban secas y, los compradores avanzaban como tortugas hacia el control migratorio. Mientras tanto, los vendedores ataban fajos de billetes para llevarlos, el día siguiente, a sus cuentas bancarias.
Las parejas Revelo y Achicanoy compartían una amistad estrecha, nacida en el conjunto residencial al cual llegaron a comienzos de la década de los sesenta. A pesar de que los Revelo casi duplicaban en edad a sus vecinos, se trataban con confianza y camaradería. Joaquín Revelo, con su calva y prominente estómago, atendía su relojería; su esposa Dora, se dedicaba a las labores del hogar y al cuidado de sus dos hijos adolescentes. Ricardo Achicanoy, espigado y flaco, era un exitoso corredor de seguros, aficionado al ciclismo; su esposa Margarita era profesora de educación física en un colegio femenino de Pasto, al cual acababa de ingresar su hija.
Una noche de sábado, en medio del juego de cartas, entre aguardientes y boleros de Los Panchos, Dora preguntó:
─¿Quieren ir el próximo fin de semana a hacer mercado en Tulcán?
─Ofrezco mi camioneta, que necesita con urgencia cambio de llantas ─agregó Joaquín.
Ricardo y Margarita acogieron con entusiasmo la propuesta. Salieron de Pasto al medio día del viernes. En el recorrido se deleitaron con las imágenes de montañas, ríos, cascadas, el olor a campo, el bamboleo de las doradas espigas y las notas de música local escogida por Joaquín. Se escuchaba:
EL Chambú de mi vida
Gigante roca
Que en sus picachos
Se recuestan las estrellas
Ricardo sugirió hacer una parada en Catambuco para tomar café con queso campesino.
─Unos kilómetros más adelante, ¿les parece si nos detenemos en El Pedregal para comer chicharrones con arepuelas? ─preguntó Joaquín.
─Te acompañamos para que sigas cuidando tu gran barriga ─comentó Ricardo en tono burlesco y los demás soltaron la carcajada.
Casi al llegar a Ipiales, Dora, la más rezandera del grupo, en tono de súplica les dijo:
─Por favor, acompáñenme a pagar una promesa a la Virgen de Las Lajas.
─Yo voy pero no me vayas a poner a rezar─ respondió Ricardo.
Bajaron con pausa los interminables escalones desde el parqueadero hasta el Santuario. En el recorrido, pasaron al frente de infinidad de placas colocadas como testimonio de milagros, al igual que bastones y muletas colgados como prueba de las sanaciones.
─Vengan y me acompañan a orar─ dijo Dora. Ella entró al templo y se arrodilló con el rosario en la mano. Los demás hicieron un recorrido para observar el paisaje y tomar fotos de la iglesia y de sus alrededores.
Sus ojos, como faros encendidos, observaron el reto del empinado ascenso a pie. Margarita, estilizada y ágil, tomó la delantera. Los demás avanzaron al paso lento de Joaquín, a quien le traqueaban las rodillas y respiraba con la boca abierta. Ricardo lo tomó del brazo para ayudarle.
─Despacio mijo. No tenemos afán─ le decía Dora con voz angustiada.
Hicieron varias paradas, una cada vez que Joaquín sentía que el corazón se le salía del pecho.
─Maneja tú Ricardo. Yo no puedo, las piernas me tiemblan─ expresó Joaquín, jadeante.
Acompañados por las primeras sombras de la noche, entraron al hotel colombiano, cercano al puente fronterizo. Sus cuerpos pedían descanso y sus mentes flotaban sobre nubes de sosiego, alejadas de los quehaceres cotidianos.
El sol, apenas asomado por entre las montañas, los vio atravesar el paso fronterizo libre de congestiones, temprano a la mañana siguiente. Merodearon por las estrechas calles de Tulcán, buscando un café para apaciguar el hielo que el alba depositó sobre su piel. Solo veían cerrojos asegurados. La única puerta abierta era la del cementerio. Sin nada más que hacer a esa hora, recorrieron sus callejones bajo la mirada de las imágenes esculpidas con maestría sobre los pinos. Figuras humanas y de animales les hacían guardia de honor, mientras marchaban cautivados por el arte que nunca imaginaron encontrar en un panteón. Desde lo alto del mirador, con sus codos apoyados sobre la baranda, en medio de un silencio sepulcral, contemplaron la magia del lugar. Con la mirada recorrían el detalle de cada figura y el encanto del camposanto.
─Por fortuna no encontramos en donde tomar tinto y llegamos a este sorprendente hechizo ─comentó Ricardo, rompiendo la magia del silencio.
Tan pronto como salieron, los llamados del estómago los impulsaron hacia la primera cafetería abierta. Allí, los lapingachos -unas tortillas de papa con queso- maridados con café negro alejaron el chasquido de sus dientes.
Hacia las diez, el chirrido de rejas y picaportes anunció la apertura del comercio local, en cuyas puertas esperaban filas de compradores ansiosos y malgeniados. ¡Qué diferencia! ─se dijeron─ en nuestra tierra los vendedores madrugan para atender a sus clientes.
Para maximizar el tiempo disponible decidieron repartirse. Joaquín y Ricardo buscarían llantas, herramientas y elementos para mantenimiento de las casas; Dora y Margarita se encargarían de comprar el mercado y artículos para el hogar. A la una se reunirían en el restaurante del Hotel Central, afamado por su “chancho hornado”, el más popular plato típico de la ciudad.
Joaquín y Ricardo, después de voltear y revolotear de un lado para otro, guiados, a veces por transeúntes desinformados, encontraron por fin el taladro percutor. La mayoría de las pequeñas ferreterías sólo ofrecían herramientas manuales y artículos básicos. Con interés leían las características de cada marca y modelo, lo ensayaban, examinaban su potencia, velocidad máxima, preguntaban por la garantía y disponibilidad de repuestos y no lograban ponerse de acuerdo para seleccionar el más apropiado. De improviso el vendedor cerró la puerta y los invitó a salir.
─Señor, estamos mirando cuál vamos a comprar. Déjenos decidir y pagarlo antes de cerrar ─explicaron los clientes con voz amigable.
─Son las doce, ya cerré la caja y no puedo seguir atendiéndolos porque es mi hora de almuerzo ─replicó el vendedor de forma huraña.
─Ésta ferretería está lejos del centro, para volver en la tarde tendríamos que caminar un tramo largo y no tenemos tiempo. Por favor, haga una excepción ─rogaron los compradores.
─Entiendan que no hay más atención, vuelvan en la tarde o busquen otro almacén ─respondió el vendedor con tono seco, a la vez que los empujaba hacia la puerta.
La furia encendió sus rostros. Salieron con las manos crispadas y maldiciendo por la mala calidad del servicio.
A la hora acordada, las dos parejas saborearon el apetecido plato acompañado con cerveza local en botella de un litro y comentaron los incidentes de la mañana. Las señoras estaban pletóricas porque el dinero les alcanzó para hacer compras superiores a sus expectativas; el mercado duraría más de un mes. Los señores, aunque también estaban agradados por los precios, les contaron su malestar por el contratiempo en la ferretería.
La ciudad entró en estado cataléptico. A las doce del día, los negocios cerraron por un lapso de dos horas. Los comerciantes se dirigieron con parsimonia hacia sus casas, en donde se reunían en familia para saborear un almuerzo adobado con el cariño materno, pasaban a la sala de estar para ver los noticieros, hacían una siesta, en algunos casos hasta con pijama y ducha. Luego volvían descansados a continuar la titánica tarea de dar gusto a millares de compradores exigentes.
Los visitantes vieron, con cierta envidia, la importancia que los ecuatorianos daban a su calidad de vida, por encima de las presiones de los clientes y de la posibilidad de ganar más dinero. En su lugar de residencia, el dinero estaba por encima de aspectos personales y familiares. Conversaron acerca del beneficio que produciría un cambio de esos hábitos. En su ciudad, el afán monetario llevó a los comerciantes a atender sus negocios más de doce horas diarias. El descanso, el cuidado de los hijos y la vida en familia quedaban relegados. Pensaron para sus adentros: con razón reza el adagio: “La plata no es todo en la vida”.
En la tarde recogieron la camioneta, renovada con el juego de llantas. Cargaron los mercados y estacionaron en el sector de almacenes de ropa. Joaquín y Ricardo, todavía enfurecidos, no quisieron saber nada más del taladro.
Al lado del vehículo había un kiosco con prendas de lana. Dora se acercó, miró la mercancía, se midió una ruana, quedó encantada con el diseño y el color; acordó el precio y le dijo al vendedor que al regresar se le compraría.
Recorrieron almacenes para mirar y preguntar por diversos artículos de lana; había que visitar varios sitios para encontrar la mejor oferta. Algunos comerciantes aumentaban el precio cuando percibían el acento extranjero.
Los almacenes tenían un mobiliario básico: una vitrina al frente, la mercancía colgada en ganchos o en maderos, o bien en cuerdas de pared a pared. Los vendedores usaban un palo largo con horqueta en la punta para bajar la prenda solicitada. En una tienda, a Margarita le llamó la atención un saco de lana.
─Por favor, me baja ese saco verde ─le dijo a la vendedora.
─Si lo va a comprar se lo bajo, sino no me haga perder el tiempo porque estoy ocupada ─replicó con tono áspero.
─Quiero sentir su textura ─contestó Margarita─. Además necesito medírmelo.
─Si es por tocarlo, aquí hay otros de ese material, pásele la mano al que está abajo. Para la talla solo hay pequeño, mediano y grande; ¿usted no sabe qué talla es? ─respondió en forma casi grosera la vendedora.
Margarita frunció el ceño, golpeó el mostrador con su cartera, dio media vuelta seguida por sus amigos, todos salieron indignados por el trato. Añoraron la cortesía y actitud de servicio que ofrecían en los almacenes de su ciudad. A veces, lo barato tiene su precio.
Entraron en una miscelánea; allí vendían desde un alfiler hasta vestidos completos, al igual que juguetes y artículos para el hogar. Los incontables clientes levantaban la mano y gritaban para llamar la atención del dueño y las dos vendedoras. Joaquín quería comprar unos pantalones, de los que estaban colgados de un tubo, y Margarita buscaba una pelota para su hijo. No se sabía cuál de los cuatro estaba más entusiasmado con los precios bajos. Todo les parecía regalado. Compraron de forma compulsiva. Llenaron las bolsas con ropa para ellos y ellas, para los niños y hasta para otros familiares. Los billetes se multiplicaban de forma mágica.
Con las plantas de los pies ardiendo como brasa, regresaron cargados de paquetes hasta la coronilla hasta el sitio en donde estaba el carro. Margarita se acercó nuevamente al vendedor de ruanas y le dijo:
─Ya vengo por la ruana, por favor la empaca.
─Usted fue a buscar a otros almacenes y como no la consiguió más barata en ninguna parte, viene a comprarla. Ahora ya no se la vendo ─le respondió el vendedor sin mirarla.
─Yo soy una mujer de palabra, le dije que la iba a comprar y le estoy cumpliendo. Yo no fui a buscar ruanas. No sea atrevido ─replicó Margarita con los ojos brotados.
─Ya no se la vendo ─agregó el vendedor sin inmutarse.
Furiosos, acomodaron las compras en el carro. Los paquetes no cupieron en el baúl. Compraron una lona y unas cuerdas para amarrar la mercancía sobre el techo y protegerla de la lluvia. El cielo estaba oscuro como presagio de que el agua podría venir en cualquier momento.
Los incidentes con algunos vendedores les amargaron el día y empañaron la alegría de comprar bueno y barato. Sus sentimientos eran encontrados porque las listas de compras estaban completas y, además, adquirieron artículos que no habían previsto.
Al finalizar la tarde, al calor de un café, escogieron entre devolverse o avanzar hasta Ibarra para disfrutar del blanco fosforescente de sus nevados y el resplandor de Yaguarcocha. Entrada la noche, tomaron una cena liviana en la casona antigua de una finca de Ibarra ahora convertida en hotel y luego se entregaron al descanso.
Desde los ventanales del restaurante, mientras desayunaban, se extasiaron con la imagen de los nevados circundantes. Luego, sus espíritus se recogieron ante la magnificencia de las iglesias coloniales, admiraron la paz de la laguna desde la pista del autódromo que la rodea; Joaquín aceleró al máximo para probar las llantas y sentirse un conductor de fórmula 1. El chirrido de las ruedas provocó gritos nerviosos de las damas.
En Otavalo, las señoras se salieron de sus cabales ante la variedad de confecciones y tejidos. Los esposos, un tanto angustiados, rellenaron sus billeteras en el cajero del parque principal.
Aunque un restaurante típico fue el anzuelo para ir a Cotacachi, los artículos de cuero rompieron los planes y los presupuestos de compras. La combinación de diseño, calidad y precio los sedujeron al punto de llenar el cupo de las tarjetas de crédito. Zapatos, carteras, cinturones y chaquetas pusieron a bailar ojos y bolsillos.
Una hábil comerciante ecuatoriana convenció a Joaquín y Ricardo para mandar a fabricar boinas que hicieran juego con las chaquetas. La elaboración tomaba un tiempo, pero la vendedora sonriente los tranquilizó al decirles que, desde hacía unos meses, la frontera estaba abierta las 24 horas.
Las boinas tardaron más de lo previsto. Llegaron a la frontera diez minutos después del cierre. Ofuscados, llenos de furia buscaron algún funcionario a quien pedirle que hiciera una excepción, pero fue inútil porque las únicas personas que encontraron eran los vigilantes. Con los ojos echando chispas por la furia, gritaron adjetivos innombrables en contra de la vendedora que los engañó.
En Tulcán solo conseguían hospedajes para huéspedes sin equipaje. Se devolvieron hacia Ibarra en busca de un catre, en algún lugar del camino, para reposar un rato. A mitad de recorrido, en una zona desértica de clima ardiente, encontraron un hostal cuyas cabañas en forma de carpa parecían casitas de muñecas.
El cansancio los obligó a alojarse allí a pesar de la incomodidad. El techo era tan bajo que entraron encorvados a la habitación y Ricardo tuvo que ducharse arrodillado para quedar debajo de la regadera.
Todavía a oscuras partieron con el fin de atravesar la frontera en el primer turno y aceleraron al máximo para llegar lo más temprano posible a sus quehaceres en Pasto. De su mente no se quitó, ni por un segundo, la sonrisa burlona de la vendedora de boinas.
─Paremos a comer algo, porque no desayunamos y el hambre no me deja ver la carretera ─dijo Ricardo al llegar a El Pedregal.
Al calor de un café negro con tortillas y queso campesino comentaron las anécdotas del viaje, que a estas alturas, ya no generaban furia sino estruendosas carcajadas.
Salieron con afán para retomar el camino. El carro, que habían estacionado a unos veinte metros de la cafetería no estaba allí. Miraron para el lado contrario creyendo que se habían equivocado porque venían medio dormidos. Por ningún lado se veía la camioneta. Preguntaron a la vendedora callejera de chirimoyas si había visto algo y ella les respondió que no sabía porque no le había puesto cuidado.
Ricardo puso la denuncia en el puesto de policía contiguo al control aduanero. Los agentes salieron a buscarlo en diferentes direcciones, porque en ese punto hay una bifurcación que va a Túquerres y Tumaco.
─No puede suceder esto. Aquí nunca ha pasado nada. Es un sitio seguro ─ dijo Joaquín con cara larga.
Las luces intermitentes y la sirena de una moto de la policía llamaron su atención. El dragoneante les dijo:
─Ya encontramos la camioneta. Está a quinientos metros de aquí en la vía a Túquerres.
Corrieron hasta el lugar y quedaron boquiabiertos al ver la camioneta descansando sobre cuatro columnas de ladrillos, sin maletas y sin la lona del techo. Ricardo se agarró la cabeza que parecía que iba a estallar por su color rojo encendido. A gritos lanzó todos los improperios imaginables contra los ladrones.
Camilo Eraso E. – Agosto, 2023