Democracia zombie

Eric Hobsbawm hablaba del corto siglo XX, el cual tenia sus fronteras entre la Primera Guerra Mundial y el colapso de la Unión Soviética. Sin embargo, creo que aquello no aplica para el caso colombiano, donde, desde mi punto de vista, tan solo con la firma del Acuerdo Final de Paz cerramos un largo siglo XIX. Un largo siglo XIX caracterizado por una democracia restringida, un bipartidismo estructurante de la sociedad, el poder político y económico ampliamente anclado a la tenencia de la tierra y el conservadurismo ético y filosófico atado a la iglesia católica.

Antonio Gramsci sentenció que, cuando “lo viejo está muriendo y lo nuevo no ha nacido todavía, en ese intervalo aparecen los monstruos”. Estando en la tercera década del siglo XXI, como Estado y Nación aun estamos anclados a los principales debates del siglo XX en nuestra región, muchos de estos anticipados por el Acuerdo Final de Paz. Uno de ellos corresponde a la apertura democrática para dirimir nuestros conflictos sin recurrir al uso de la violencia, tarea que, sin lugar a dudas, y a su manera, está realizando el actual Gobierno Nacional.

Entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer emergen los monstruos, los muertos vivientes, los zombies, las expresiones más brutales de una determinada sociedad en un determinado momento histórico. Señal del cambio que vivimos como Estado y Nación es el retorno a la vida política de muchos políticos que ya gozaban del buen retiro, principalmente el expresidente Cesar Gaviria, uno de los mayores defensores del actual sistema de salud, y porque no, del orden establecido; también, la hipertrofia de la libertad de expresión que mina a diario el derecho a la información; y con el archivo de la reforma laboral, la expresión más categórica de que la principal contradicción sigue siendo entre capital y trabajo.

Esa democracia zombie se ha dejado ver en sus verdaderas dimensiones producto de la histórica victoria electoral del progresismo, y con ello, también va quedando en evidencia que el único camino para que el progresismo se reproduzca en gobiernos locales, regionales y nacional, será apelar al peso del ejecutivo en nuestro régimen político. Dicho de otra manera, que se haga uso del presidencialismo de una manera estratégica para que con las herramientas constitucionales y legales se intente materializar el programa de gobierno que resultó electo y el Plan Nacional de Desarrollo ya sancionado.

La primera ola progresista en América Latina arrojó muchos aprendizajes. No cabe duda, con sus matices, que esta nueva ola progresista recogió aquellas lecciones para ampliar su pliego de reivindicaciones. No obstante, en ese periodo de tiempo también las sociedades han cambiado y en la mayoría de los casos las necesidades de las mayorías se han agudizado, al tiempo que la democracia en su forma liberal asiste a una de sus mayores crisis producto de la mediatización de la política, pero principalmente a lo maniatada que se encuentra por los intereses del gran capital.

El estado de cosas actuales nos dan la razón a aquellos que pensamos que este no es un gobierno de transición sino el que prepararía la transición. La diferencia entre estas dos caracterizaciones no son baladíes, ya que entrañan la estrategia y la táctica a seguir ante una situación concreta. Mucho por aprender. Mucho tiempo aun para terminar de consolidar el cambio.

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