Por Omar Raúl Martínez Guerra
El 11 de junio de 2019, meses antes de la pandemia, algo más de 20 buses salieron de la Plaza de Nariño en Pasto, rumbo a Bogotá, con un millar de hinchas. Su meta era ver la final con el Atlético Junior, en el Campín. Ellos se sumaron a los miles de nariñenses que viajaron por avión o en automóvil, cruzando los 900 kilómetros de distancia en 20 horas, más los residentes en la capital colombiana, donde la colonia es grande. La otra mitad del aforo se completaba con los aficionados costeños. La tribuna sur del estadio se vio engrandecida con las banderas tricolores, los tambores, las cornetas y los cánticos portentosos de las juveniles bandas del Deportivo Pasto, con memorable festejo pletórico de alegría y un civismo ejemplar, justo en el sitio donde la violencia es objeto de cuidado permanente por el accionar de las barras bravas.
El regreso sin la copa constó de 20 largas horas más, tan pronto terminó la faena. Ida y regreso con el patrocinio de la gobernación y las empresas de transporte locales. Una jornada así requería de dosis estoicas de amor por el fútbol, una virtud ensoñada que no todos los mortales poseen y menos comprenden. Y unas autoridades avezadas, que hoy simplemente no existen.
En Ipiales, nuestra gente no se resignaba a que la Dimayor le quitara el derecho a vivir la gran final, luego de darle asilo y apoyo al equipo de Alexis García, con una hermandad generosa que enalteció la estirpe del buen nariñense. Con toda la razón: el fútbol es hoy una vitrina ante el mundo globalizado.
Cuatro años después, el Deportivo Pasto se clasifica nuevamente al octogonal. Lo que viene aquí es ganancia, pero los expertos hablan de coincidencias que se repiten desde el lejano 2006: el lugar 8º para clasificar; el primer partido local contra el flamante Nacional; el 25 de junio como la fecha histórica para ser campeones. Por ahora, revivir coincidencias es también una forma de soñar despiertos.
Hoy, la gloria, por supuesto, la tienen los jugadores y su cuerpo técnico, que una vez más logran clasificar a los octagonales. Y claro está, también sus directivos, con sus finanzas y sus ideas, en medio de grandes restricciones. A pesar de puntos perdidos y partidos para olvidar, el equipo está nuevamente en las finales, de manera consecutiva. Algo muy bueno vive Flavio Torres y su cuerpo técnico para conseguirlo. Sus alineaciones no siempre convencen y a veces son nefastas. Pero allí estamos, en el grupo de los colombianos felices, al menos de quienes hacemos del futbol parte consubstancial de la existencia. “No todo en la vida es política, ni literatura ni ciencia”, debieron pensar seres excepcionales como Eduardo Galeano, el grandioso escritor uruguayo, el de “Las Venas rotas de América Latina”; ni tampoco Albert Camus, el filósofo existencialista más aclamado (al lado de Jean Paul Sartre), el de “La Peste”, “El Extranjero”, “Estado de Sitio”, quienes, a más de sus libros, escondían balones y guayos entre sus bibliotecas.
La gloria también es del hincha, ese ser humano que acompaña, apoya, sufre, defiende o critica. Bien sostienen ellos que los jugadores y los técnicos cambian de equipo como el asalariado cambia de empleo, porque ese es su trabajo. El que nunca cambia, sostienen, es el hincha. Bueno, con alguna excepción como la de quien esto escribe, que por razones inescrutables era del Santafé, hasta el día soñado cuando mi Dios quiso que el Pasto saltara del anonimato a la A. Y su palabra se cumplió.
Los hechos, no obstante, no muestran correspondencia entre el amor – muchos hablan de pasión- de sus aficionados, la administración del equipo y las autoridades locales. Véase que desde la afortunada remodelación del estadio Libertad, con los 20.000 millones de pesos invertidos por el Estado, prácticamente ha sido imposible un lleno a reventar, (con la excepción segura de este sábado 20 de mayo) Contrasta ello con esos estadios repletos en otros lugares del país. ¿Cómo explicarlo?
Medellín, por ejemplo, al mejor criterio de la pujante raza paisa, ha contado con una dirigencia que trasciende el momento y piensa en futuro, razón por la cual implementa medidas que seducen a la niñez por el encanto del futbol. De allí que permiten la asistencia gratuita de niños y niñas de bajos recursos, en partidos de baja gama. No solamente se valen de los escenarios deportivos como bienes sociales para ofrecer recreación a la gente, sino que favorecen el crecimiento de sus propias aficiones.
Por eso en Medellín será harto difícil encontrar hinchas de equipos ajenos a su región, al contrario de cuanto sucede en Nariño, ( y también en otros lugares como Bogotá) donde habitan coterráneos prestos a lucir la camiseta verde del Nacional (o la roja del América de Cali), frente al estupor y el malestar de la afición nativa, que ve en ellos (y en ellas) gestos de “traición” a la tierra que les vio nacer, cuando no carencia de identidad con la cultura propia, esnobismo, falsa figuración, y hasta baja autoestima. Ni el mismísimo papa Francisco, alegan los hinchas criollos, que no cambia su Buenos Aires querido por la pomposa Roma, ni mucho menos su Lorenzo de Almagro, el equipo de sus bendecidas entrañas, por el cual ora en medio de sus santas misas. Hasta socio oficial del Lorenzo nos resultó Francisco, además de representante de Dios en la tierra, por el catolicismo.
Los estadios, como los hospitales y las escuelas, cuando son del Estado, son hechos con sentido social en estricto. Que se faciliten para su uso particular no les quita ese carácter. Permitir el acceso gratuito para los niños de bajos recursos fue una costumbre cuando se liberaban espacios para los llamados “gorriones”. Nada más satisfactorio de ver que la alegría desbordante de unos chiquillos disfrutando de un partido. Hoy esa costumbre no existe, porque el futbol profesional es, además de un espectáculo deportivo, un negocio, y eso no está en discusión.
En vísperas del encuentro contra Envigado el 17 de mayo, los aficionados locales pedían en sus redes sociales que se autorizara el ingreso de dos personas con una boleta. Nada del otro mundo. Con eso, el Libertad podría llenarse, como lo ameritaba el partido. Y también con eso, la presión de los asistentes por el triunfo se multiplicaba, es decir que, en términos reales los beneficios se compartían, adicionando una pequeña inversión en logística. ¿será muy costosa? Un asunto fácil de negociar entre el dueño del estadio, la gobernación, la alcaldía y la gerencia del equipo.
Ese estadio colmado se logró plenamente, pero no en Pasto sino en Medellín, en donde el DIM no hizo más de los 4 goles fue porque se le acabó el tiempo, acompañado de 40.000 almas. Sin gancho se reducía a la mitad. En el Libertad, el 50 % de su aforo se encontraba vacío. Y las cámaras de la televisión parecen empeñarse en hacerlo más evidente, replicando el mensaje subliminal de que el octavo lugar era mejor para Barranquilla, porque allá la afición atesta su monumental escenario. En el argot popular eso se llama darle papaya a la Dimayor.
Si a la administración del Deportivo Pasto no es asunto que le preocupe, tampoco nada le obliga, es lamentable la gestión de la alcaldía municipal y de la gobernación, en donde se presume que confunden desarrollar políticas sociales de bienestar y recreación con el trajín de hacer política, sobre todo en vísperas de elecciones: ¡como parece costarles pensar y actuar diferente!
Así que no se entrevé por lo pronto, otro remedio que el de disfrutar de la clasificación, que en sí misma corresponde a los momentos de gloria, mientras lo demás transcurre en las espesas costumbres movedizas de la insólita mezquindad.
Mayo 19 de 2023