Por: Camilo Eraso
A las cinco de la tarde –y con unos aguardientes encima- el director de la cárcel solicitó a los guardianes que reunieran a los internos en el lugar habitual. En pocos minutos, el patio uno, tapizado de adoquines de piedra, con altos muros terminados en cerca electrificada y gruesas columnas de concreto, congregaba tanto a reclusos como a guardianes.
Encaramado sobre una silla temblorosa, que hacía las veces de tarima, el director les dijo:
─Esta noche es noche buena y mañana Navidad. Es el día para entregar las máximas expresiones de afecto hacia nuestros seres queridos. Para la mayoría de nosotros, son horas cruciales para sentir y compartir el calor familiar. Los pequeños, llenos de ilusión, esperan la llegada del niño Dios y los adultos queremos reunirnos con quienes están más cerca de nuestros corazones, a algunos sólo los vemos este día. Además, en esa fecha también reflexionamos, hacemos un balance del año, y algunos, de toda la vida.
Los internos se miraban entre sí sorprendidos; trataban de adivinar para dónde iba este discurso. El director, con semblante adusto, tomó un sorbo de agua y continuó.
»Las personas cometemos errores en la vida; unos de mayor impacto que otros, unos con más graves consecuencias que otros. A ustedes, en algún momento, la existencia les jugó una mala pasada y los envió a este lugar. Hoy ustedes, como cualquier otro ser humano, tienen derecho a compartir con sus familias ─tomó otro sorbo de agua.
»Guardianes: Los internos tienen salida desde hoy a las seis de la tarde hasta mañana a las nueve de la mañana. Procedan con el protocolo de permisos de salida y abran las puertas. Como no vamos a tener internos, ustedes también pueden tomarse la noche libre ─su semblante se tornó sonriente.
»Confío en ustedes, estoy seguro de su responsabilidad y sé que van a corresponder con honor a la decisión que he tomado ─concluyó el director, dirigiéndose a los internos.
El director se retiró tarareando la canción que se escuchaba por los parlantes del penal:
Mamá, donde están los juguetes
Mamá, el niño no me los trajo
Será que no vio mi cartita
Que pusiste en la noche
Sobre mis chancleticas
Los reclusos rodearon al director, conocido con el apodo de El Cachirí. Lo abrazaron, a algunos les rodaron lágrimas de alegría. Sacaron botellas de aguardiente (no se sabe de dónde) y brindaron por una Feliz Navidad. Los guardianes tomaron del brazo al director y lo llevaron, casi a la fuerza, a su oficina. Allí, quien parecía ser el más antiguo le dijo:
─Director, dar ese permiso es una locura. Recapacite y eche para atrás la orden. Ellos no van a volver y tanto usted como nosotros nos vamos a meter en un grave problema ─los demás guardias asintieron.
─Los internos tienen derecho a estar hoy con sus familias, y ustedes también. –les respondió el Cachirí, más alegre que una tanda de villancicos. Los guardianes quedaron en silencio.
»Cuando realizamos buenas acciones la gente responde de forma positiva. No nos van a defraudar. En vez de asustarse, tráiganme otro aguardiente.
Los detenidos fueron a sus habitaciones, empacaron lo esencial para una noche y estuvieron listos para asistir a la requisa y cumplir con los controles de salida. Ellos salieron alegres, cantando; sin embargo, de vez en cuando miraban temerosos hacia atrás. Pensaban que quizás los seguirían, o aún peor, que les dispararían por la espalda, simulando aplicar la ley de fuga. Instantes después, los guardianes aseguraron las puertas y se dirigieron, con caras alegres, a sus casas para darle la sorpresa a sus familias.
Los vecinos del penal, en especial algunas señoras, miraban desde detrás de los visillos y no entendían lo que estaba pasando. Ellas, dadas al chismorreo, se llamaban por teléfono para averiguar si alguna sabía qué había sucedido o para hacer conjeturas.
El Cachirí: así le decían desde muy joven, cuando una noche loca se paró en posición militar al lado de la estatua del General Nariño y gritó: ¡“Firmes Cachirí”!, rememorando la expresión de García Rovira para animar a sus soldados en la batalla del mismo nombre. Después de haberse retirado de la facultad de Derecho, ocupó varios cargos de los cuales fue despedido por su tendencia al consumo de alcohol y el consecuente bajo rendimiento. Con la influencia de un amigo, con vínculos políticos, logró que lo nombraran director de la cárcel municipal.
La cárcel estaba situada sobre un bello cerro florido, en las afueras de la ciudad. Era pequeña y albergaba a hombres que, en su mayoría, habían cometido delitos menores, tales como hurto o lesiones personales. A comienzos de la segunda mitad del siglo veinte, la ciudad era tranquila porque no había llegado la influencia de grupos insurgentes, ni de bandas dedicadas al tráfico de sustancias ilegales. Esa paz permitía que los controles de ingreso al penal fueran mínimos, a tal punto que personas conocidas podían entrar con facilidad, en un entorno basado en la confianza.
Ese día, el 24 de diciembre, el Cachirí asistió al almuerzo de navidad organizado por la Alcaldía y durante la reunión, como era habitual en él, se pasó de tragos. Al finalizar el ágape se dirigió a la cárcel para volver realidad una idea que le venía rondando desde hacía algún tiempo.
Por no encontrar con quien compartir la nochebuena ─en medio de su rumba ya iniciada y sin plan alguno en mente─, al finalizar su discurso en la cárcel, se dirigió al café del parque principal, donde siempre era bienvenido por su chispa humorística. Debido a sus malos pasos, en especial por su alcoholismo, la familia se alejó del Cachirí y lo echó de la casa paterna, situación que lo forzó a vivir solo en una pieza, sin compañía alguna, porque los aparentes amigos sólo aparecían en las farras. En sus intentos por establecer una relación sentimental, la dama de turno, atraída al comienzo por sus finos piropos y galantería, salía espantada cuando comprobaba su acentuada cercanía con el dios Baco.
En el café, como era su costumbre, pasó de mesa en mesa contando chistes y creando un ambiente festivo a cambio de la invitación a tomarse unos “colombianitos”, nombre que él daba a los tragos de aguardiente. La noche avanzó, amenizada por un trío contratado para la ocasión y con una serenata de mariachis, al acercarse la media noche. La concurrencia, cien por ciento masculina, disfrutaba con el caminar ondulante de meseras voluptuosas, que además de servir las bebidas, de cuando en cuando, se sentaban en una mesa para tomar una copa de brandy, razón por la cual las llamaban “coperas”. A la media noche volaron abrazos, serpentinas, confetis y licores para acompañar los saludos de Navidad entre los presentes, conocidos y desconocidos. Para la mayoría de ellos la noche, más que feliz, era un período de soledad en medio de la muchedumbre.
Tan pronto como terminaron los saludos, el Cachirí salió, con media botella de aguardiente en la mano, hacia el parque principal para observar los juegos pirotécnicos, los globos y los voladores de tres golpes que buscaban hacer blanco en los globos. Se encontró con algunos compañeros de tragos, quienes lo invitaron a otro sitio de rumba, en la calle conocida como el 20 de julio, donde continuaron libando hasta el amanecer.
Con el asomo de los primeros rayos del sol, el Cachirí entró al único desayunadero de la ciudad abierto a esa hora, tomó un caldo para espantar la borrachera y caminó hacia su casa. En el trayecto se cruzaba con señoras de edad y empleadas domésticas que se dirigían a la misa de seis de la mañana. Con los rescoldos de la efusividad que aún le quedaba, las correteaba para darles un abrazo de Feliz Navidad. Las mujeres lo veían venir, se santiguaban y corrían, con todas sus fuerzas, hasta sentirse protegidas en el atrio de la iglesia.
Tambaleando y apoyándose en las paredes llegó a su casa cuando el sol apenas se asomaba entre las montañas.. Se tiró, sin quitarse la ropa, sobre la cama y quedó hundido en un sueño profundo.
A las doce del día de Navidad, despertó agobiado por un guayabo tembloroso. Entre mareos y las nebulosas de su memoria, surgió como una avalancha el recuerdo de la orden que había dado la víspera: ahora si le pareció una locura.
No pudo sostener el jabón en las manos, lo soltó y lo dejó caer sobre el piso. El Cachirí se agachó para recogerlo, perdió el equilibrio y terminó sentado al lado del jabón. Reposó unos minutos bajo la lluvia tibia de la regadera que aumentó su dolor de cabeza. Trastabillando, terminó de bañarse, se vistió a la carrera y salió, con los nervios alborotados, con dirección a su oficina en la penitenciaría.
Las cuadras le parecían kilómetros, sus piernas no respondían, la garganta estaba reseca y la angustia aceleraba su corazón. La sed venció la poca voluntad que le quedaba, a grandes sorbos se tomó dos cervezas, una tras otra, en una tienda. La hidratación ─junto con otra dosis de alcohol─ equilibraron su cuerpo e hicieron desaparecer los temblores y el dolor de cabeza. Sin embargo, el miedo que sentía por lo que pudiera haber sucedido con los detenidos se multiplicó y lo hizo pasar del susto al pánico. Imaginaba encontrar la cárcel vacía y un escuadrón esperándolo para detenerlo y llevarlo ante las autoridades. Esos pensamientos hicieron que se arrepintiera por no escuchar los consejos de los guardianes; lo invadía la idea de terminar como un huésped más del establecimiento que dirigía. Comenzó a correr, luego a trotar y al final le tocó caminar porque su físico no respondía y lo obligaba a respirar de forma agitada, con la boca abierta.
Al llegar a la puerta principal de la cárcel, jadeante y con el rostro enrojecido, los guardianes le sonrieron, le dieron un abrazo y lo felicitaron.
El Cachirí no entendía las causas de ese efusivo recibimiento; llegó a pensar que sus subalternos le estaban dando un saludo afectuoso de Navidad o que se estaban burlando de él. Sabía que había conformado un equipo con camaradería y confianza, pero la calidez del recibimiento excedía sus expectativas.
El comandante de la guardia se dirigió a él:
─Usted es un genio, nadie se hubiera atrevido a correr ese riesgo. Expuso su cargo y su buen nombre, pero su temeridad le dio felicidad a dieciséis familias que están tan o más agradecidas que los propios detenidos. Volvieron todos los reclusos que dejamos salir anoche y se les unieron dos más que estaban prófugos. Los guardianes le damos las gracias por permitirnos estar con nuestras familias. Los internos quieren reunirse con su persona.
El Cachirí recobró la vida. Enseguida caminó con pasos largos para atender la solicitud de los detenidos.
Los presos formaron un círculo, lo pusieron en la mitad y uno a uno expresaron su gratitud, le transmitieron la felicidad que vivieron sus familias y en un momento de emoción, lo cargaron en hombros para vitorearlo. En una improvisada mesa de comedor colocaron los platillos que sus familias le habían enviado como muestra de aprecio. En un dos por tres se armó una comilona que reemplazó el almuerzo del penal. Empanadas, buñuelos, presas de cuy (plato típico de la región), tajadas de pavo, vasos de champús y, por debajo de la mesa, algún aguardiente acompañó la improvisada reunión. Al final del almuerzo, el Cachirí había vuelto al estado de la noche anterior.
Salió caminando de lado a lado del andén pero más alegre que de costumbre. Ya por la tarde, en el café de siempre, se tomó unas cuantas polas antes de volver a su vivienda para recuperarse de los excesos de los últimos días.
La noticia del inusitado permiso se regó como pólvora. Los noticieros de radio la divulgaron con revuelo durante varios días y la reforzaron con entrevistas a abogados que destacaban el riesgo que esa orden había representado para la sociedad. El periódico local publicó la noticia en primera página bajo el titular “La cárcel quedó desocupada en Navidad”; en los días siguientes el diario le dedicó una nota editorial y publicó artículos de penalistas y de ex directores del penal, escandalizados por lo que llamaron una acción temeraria del director. Los hechos llegaron a oídos de las autoridades. Los enemigos políticos del alcalde –su padrino- lo citaron a un debate en el Concejo.
El Cachirí solicitó la asesoría de su amigo abogado, compañero de estudios en la universidad. El defensor basó su exposición en la realidad de los hechos: la totalidad de los detenidos volvió y además, dos prófugos se entregaron. No hubo ninguna consecuencia negativa por la decisión del director. Además, para fortalecer la defensa, llevó como testigos a un guardián y a un detenido, el más antiguo y letrado. El guardián declaró:
─La cárcel era un nido de víboras. Peleábamos todos contra todos, las relaciones entre internos y guardianes estaban a punto de estallar. El anterior director era distante, con él nadie podía hablar. Este director ha dado un vuelco a la penitenciaría. Él se sienta a almorzar en la misma mesa con los detenidos, habla con nosotros, escucha las quejas y trabaja para solucionarlas. Para nosotros los guardianes, más que un jefe es un amigo que nos apoya y aconseja. El permiso de diciembre probó lo que he dicho y el regreso de todos fue una demostración de la calidad de vida que tenemos.
A continuación intervino el más antiguo de los internos, quien expresó:
─ Hablo no solo a nombre propio, sino en representación de mis compañeros, quienes me pidieron que defienda al director y no permita que le pase nada malo. En mis más de diez años privado de la libertad, es la primera vez que puedo pasar una nochebuena con mis hijos. Lloré de emoción al sentir la felicidad de mi familia y al recibir sus abrazos y besos. Por eso, como señal de reconocimiento volví al día siguiente, porque supe que el director apostó su cargo confiando en nuestra lealtad. La vida en la prisión es otra cosa desde cuando él llegó. Por favor, no lo vayan a quitar porque nos harían un terrible daño.
Los concejales opositores centraron sus ataques en la violación del código penitenciario, la extralimitación de funciones y el riesgo para la ciudad al dejar en libertad a personas que representaban un peligro para la sociedad.
El abogado defensor recalcó que los hechos pesaban más que las palabras. En realidad, durante las horas de libertad, los internos compartieron con sus familias, disfrutaron en compañía de sus hijos por primera vez en varios años y, durante esa noche, en la ciudad hubo tranquilidad. Agregó que el permiso de salida debía interpretarse como una acción humanitaria para dar alegría a dieciséis familias, en especial a unos niños que sintieron los besos de su padre.
Terminada la discusión, el presidente del Concejo sometió a votación proposiciones para solicitar la renuncia del Director o para ordenar al Alcalde que lo declare insubsistente. Las dos proposiciones fueron negadas por amplia mayoría.
El Cachirí quedó sorprendido por el apoyo del cabildo. Estaba preparado para salir del cargo. Aunque tenía confianza en su abogado, su gestión excedió lo que hubiera podido esperar. Por su forma de ser, el trato hacia las personas era primordial y lo había puesto en práctica con todos, sin distingo de categoría y nivel.
Cierto día, al calor de unos tragos, me confesó que actuaba de esa manera por convicción, sin buscar nada a cambio. Su calidad humana se vio retribuida de forma por demás generosa, con las declaraciones de esas dos personas, las cuales fueron claves para lograr las votaciones favorables en el Concejo.
Al concluir la audiencia, el Cachirí invitó al abogado para celebrar su salida airosa. Atravesaron el parque principal hasta llegar al café de costumbre. El Cachirí, más que cliente frecuente, parecía accionista. Buen número de amigos se unieron al grupo, a tal punto que tuvieron que unir varias mesas para acomodar la concurrencia. El administrador del café, al enterarse del acontecimiento, ofreció como cortesía la primera botella de aguardiente con sus pasantes. La música rumbera no se hizo esperar, junto con aplausos y vítores que nacían en su mesa y se multiplicaban por todo el salón. Entre los asistentes hacíamos vaca para comprar las siguientes botellas del apetecido Galeras.
Resguardada por las primeras sombras de la noche, entró al café una mujer trigueña, con cabellos negros abajo de los hombros, vestida con una bata roja que realzaba sus curvas. Con señas le hizo entender al Cachirí que quería hablar con él. Coqueto como siempre, el Cachirí se levantó de la mesa y fue hasta donde se encontraba la recién llegada. Ella le dijo:
─Por lo que hiciste, pasé una de las navidades más felices de mi vida: desde cuando volví de estudiar secretariado en la capital, no había podido compartir con mi viejo en esa fecha. Junto a la familia disfrutamos de su afecto y buen humor. Vine para expresarte mis sentimientos de gratitud y para invitarte a cenar esta noche en mi apartamento. Voy a preparar mi mejor receta; la acompañaremos con vino espumoso. Así como me hiciste feliz en Navidad, quiero que tengamos una inolvidable noche buena.
La chica alargó su mano, le entregó un papel doblado con su dirección; se dirigió a la puerta seguida por la mirada de los asistentes, embobados por su sensual figura.
El Cachirí, entre sorprendido y aturdido, solo atinó a levantar la mano y a decirle “Gracias”. Luego se dio vuelta y, con la copa en alto, lanzó un sonoro ¡Salud!