Dícese del victimismo que es «un trastorno paranoide de la personalidad muy común, en el que el sujeto adopta el papel de víctima a fin de, por un lado, culpar a otros de conductas propias y, por otro, enarbolar la compasión de terceros como defensa a supuestos ataques». Pues bien, los colombianos sufrimos este trastorno, y aunque existe en todo el mundo, en países como este se encuentra muy acentuado. Estamos siempre a la defensiva y eso nos hace sentirnos como víctimas de ataques constantes.
Al sentirnos víctimas le echamos instintivamente la culpa a los demás, lo que nos convierte en «acusadores crónicos», pues al estar a la defensiva vemos errores de forma constante en nuestros interlocutores. Por eso somos intransigentes, negativos y buscamos ajustes de cuenta contínuos. Y aunque es verdad que las emociones no nos permiten funcionar de manera coherente en el diálogo y luego nos arrepentimos de ciertas expresiones, cuando actuamos en público (léase redes sociales) somos radicales y contundentes.
Tengo varios grupos de amigos en WhatsApp, como todo el mundo. En uno de esos grupos la mayoría es de filiación conservadora más algunos de derecha. El tema político, por supuesto, está a flor de piel. Y sus razonamientos son inteligentes, claros, muchas veces irrebatibles y sin fisuras. Alguna vez hasta he sentido ganas de levantarme y aplaudir (pero nunca he mandado un dedo arriba en estos temas). Sin embargo, nunca he visto un «mea culpa», jamás he leído un «me equivoqué», ni siquiera un «mi candidato metió la pata». La autocrítica se da por excluida del diálogo.
En otro de mis grupos la mayoría es de filiación alternativa más algunos de izquierda. El tema político también está a flor de piel. Y sus razonamientos son sensatos. A veces incluso suenan más idealistas que prácticos, pero hay una lógica aplastante basada en el sentimiento de esperanza. Sin embargo, no hay autocrítica. Todo el mundo está equivocado menos ellos. Se sienten como los únicos que ven un horizonte porque los otros están adoctrinados. Yo no me atrevo a contradecirlos porque me da miedo. La única vez que lo hice me dijeron de todo. Lo más suave fue: «es que tu no sabes», «es que tu no tienes ni idea de cómo es la dura realidad de este país».
Estas formas de pensar (que en realidad es una única forma de pensar, sólo que con colores diferentes), nos han conducido a nichos de pensamiento de los que no nos queremos mover. Nos sentimos cómodos allí básicamente porque alimenta nuestro ego y escuchamos sólo lo que queremos escuchar. De allí que en los dos grupos de WhatsApp citados, las memes sean burlas del contrario. ¿Reírse de uno mismo? Ni hablar. Lo que importa es mofarse del otro. Y así vamos por la vida, con una manifestación a favor un día y otra en contra al día siguiente.
Ya lo anotábamos en esta misma columna hace un tiempo cuando hablábamos de las fake news, citando al periodista David Pescador: «Se ha comprobado que cuando una noticia produce emociones de cualquier tipo, es más fácil creerla». En otras palabras, todo este trastorno colectivo nos ha llevado a ser carne de cañón de las fake news y eso nos hace potencialmente peligrosos porque propagamos cosas que no son ciertas.
Cuando una información es afín a lo que pensamos, aunque la reconozcamos como «fake», la compartimos porque nos gusta pensar que eso puede ser verdad, que esa burla hacia ese personaje o esa denuncia hacia ese otro, es lo que intuíamos. «¡Es lo que yo he dicho siempre, ahí esta prueba!». Creemos sólo en lo que queremos creer.
Catalunya, en España, es una región que ha sufrido mucho estos trastornos, los cuales manipulados con efectividad por unos cuantos políticos, ha dado pie a peleas familiares, donde hermanos de sangre no se pueden ni ver y donde el tema del independentismo catalán ha disuelto empresas y ha trastornado la educación primaria y secundaria. ¿Vamos a llegar a eso? Yo creo que tristemente si.
Ahora bien. Nosotros no somos autocríticos, pero nuestros líderes políticos tampoco, y los líderes de opinión o influencers, mucho menos. Y como los seguimos a ellos sin importar que más adelante haya un abismo, pues… Es verdad que hay políticos sensatos, pero son pocos. Y en cuanto a los influencers, pues abunda la falta de talento, de perspicacia y de sentido común.
Decía Bonifacio de la Cuadra en El País, que «No hay, que yo sepa, estudios sociopolíticos sobre la contribución de la autocrítica a la democracia, acaso por la ausencia del material necesario para el imprescindible trabajo de campo. Pero el sentido común indica que se trata de una herramienta valiosa, por cuanto denota un reconocimiento de los errores, defectos o maldades propias, esencial para subsanarlos, corregirlos o superarlas, así como para que la ciudadanía tenga una percepción más atinada de la realidad». De acuerdo.
Es posible que exista autocrítica al interior de los partidos políticos cuando se pierden unas elecciones (cuando se gana, ni hablar). Pero esta no se hace pública y la gente queda con la sensación de que hay que buscar culpables, cortar cabezas, cambiar a uno por otro. Somos radicales, excesivamente radicales.
Dice la psicóloga Valeria Sabater que «quien sólo se fija en el comportamiento ajeno sin observar el propio, carece de habilidades emocionales, carece de empatía y de respeto hacia sí mismo y los demás». Y a continuación da algunas pautas:
Si alguien cercano señala tus errores, no caigas en la trampa. Lo mejor es argumentar y defenderte. «Puede que lo que haya hecho sea para ti un error, pero para mí no lo es por estas razones».
Si te ves obligado a señalar un error a otro, dale a entender que señalar un error no debe ser un castigo, sino una oportunidad para aprender.
¿Parece un tema de educación infantil, verdad? Pues si, porque nos hemos convertido en niños maleducados.