En 1966 ese brillante cronista nariñense que fue Neftalí Benavides Rivera, mejor conocido como Kar-A-Melo, escribió un artículo que tituló “Viaje alrededor de la Plaza de la Constitución”. Ese era el nombre que tenía la Plaza de Nariño en tiempos republicanos. Kar-A-Melo fue describiendo casa por casa la historia de la plaza como un visitante de comienzos de siglo XX que cuenta que hay en cada casa y como se va a transformar la misma en los años venideros. Una forma de narrar la vida de la ciudad de Pasto, una obra didáctica de periodismo.
Al llegar a la calle Bogotá, que era como se conocía a la calle 18, Kay-A-Melo dice: «Estamos enfrentando ahora una de las más respetables construcciones coloniales. Esta vieja construcción fue de propiedad de nuestro tatarabuelo, ahora es de uno de sus descendientes. Desde uno de sus balcones, por allá en el año de 1862, se abaleó al pueblo elector, siete muertos entre hombres y mujeres, fue el trágico saldo. ¡Cosas del tiempo! En los bajos del inmueble vemos el almacén de calzado de don Elías Ordoñez, y un poco más adelante, otro negocio, este es de propiedad de don Genaro Delgado. Dejemos el añoso caserón de los De la Rosa, edificio que como lo vemos hoy, seguirá por muchísimos años más, empero, antes de dejarlo atrás, diremos que en la última tienda funciona el negocio de don Euladislao Trejo Obando.
«Ya casi vamos dándole fin a nuestro viaje retrospectivo. Esta casa es propiedad de don Sergio Córdoba. Algunos pastusos viejos aseguran que desde uno de los balcones de esta casa se presentó al pueblo de Pasto el Precursor Antonio Nariño. Algo puede haber de cierto, pues al pie del balcón central vemos pintados de azul y amarillo un escucho, un tambor y unas cornetas y en la parte baja se cruzan dos fusiles. En una de las tiendas está el almacén de ropa del señor Córdoba. Cuando Pastos ea una ciudad, bien estaría que en estos locales funcione un café y dese ahora pedimos que su nombre sea «American Club».
Ya nada de aquello existe. Sobre esa calle 18 el primer efecto demoledor (nunca mejor utilizado el término) fue el llamado Edificio Concasa, una construcción de vidrios oscuros surgida en el tiempo en que los llamados «edificios de cristal» se pusieron de moda en todo el mundo. Lo que pasa es que las ciudades no pueden ni deben ir al ritmo de la moda, porque esta es pasajera y el avance urbano no va a la misma velocidad que las modas arquitectónicas. En otras palabras, que sólo unos edificios se levantan junto a otros de otras modas y eso vuelve un «batiburrillo» de construcciones, perdiendo en consecuencia la identidad global.
El segundo efecto demoledor fue el Shirakaba. Isidoro Medina, su dueño, es un gran defensor de la historia nariñense, su biblioteca es fantástica y sus propósitos de defensa del pasado son loables. Pero en este caso en particular, falló. La obra que surgió de la vieja casa existente fue un remedo de la misma con unos balcones pintados. Se dijo en su momento que mantener la fachada antigua era imposible porque estaba hecha de tapia y no de ladrillo, así que se la tumbó y se quiso levantar una igual. Pero no quedó igual. Hacía falta para ello un proyecto más profundo.
Según la empresa especializada española INCYE, «los edificios deben ser un elemento vivo que se transforma y adapta según las necesidades. Podemos transformar su uso pero en edificios de relevancia histórica y cultural es importante mantener su esencia e identidad para no perder su valor histórico y arquitectónico. Por ello, en la rehabilitación se tendrán en cuenta tanto el estado del edificio y normativas vigentes, como las nuevas necesidades de la población que determinarán el uso y función del mismo. La reestructuración del edificio puede ser parcial o total, llegando en algunos casos al vaciado total del edificio que conserva únicamente la fachada como testimonio de su historia».
Todo esto viene cuento con lo que ha sucedido en estos días con la casa que hay (había) entre el Shirakaba y el Volcafé. Esto se aireó con una serie de fotografías en la página de Facebook Pasto Denuncias en las que los obreros aparecían derrumbando su fachada. Cerca de un millar de comentarios y lamentaciones surgieron el pasado 12 de noviembre.
Lo más triste fueron los comentarios de ciertas personas (Hugo Fer Tato, Socorro Rosero, Juan Vicente Quiroz, Steven Burbano…) defendiendo lo que bien se podría definir como una atrocidad; sobre todo, Burbano argumentando algo tan pimple como inapropiado: «Las construcciones del presente serán antigüedades en el futuro, por lo tanto hay que renovar para un avance de la ciudad». Burbano olvida que la renovación no siempre es avance, que el avance no implica destruir, y que la destrucción no es sinónimo de renovación.
Alguien identificado como Iraka Fj le respondió a Burbano: «Lo peor de todo es que usted es el futuro de esta ciudad». Tristemente cierto. El nivel de educación sobre lo que hemos sido, somos y seremos no parece estar funcionando como es debido. Sé que es un caso aislado, que la mayoría de jóvenes están comprometidos con las raíces acordes con la evolución, pero muchas, como hemos visto, las minorías se convierten en protagonistas de Gobiernos que toman decisiones equivocadas.
Aunque desde 1959 existe en Pasto una ley que defiende el patrimonio arquitectónico de la ciudad, esta tiene enormes limitaciones y vacíos, y ha llegado demasiado tarde para defender algunos de los valores de nuestra historia. En esos resquicios legislativos bucean inversores comerciales e inmobiliarios con abogados de oficio que los respaldan, y ante los cuales la Alcaldía no puede hacer nada.
Pero la Alcaldía no es la víctima. Por el contrario, es parte del problema al haber ninguneado esta Ley y no haberle dado la revisión apropiada para defender los intereses patrimoniales. Como ya lo dijimos hace tiempo en esta columna, «Una ciudad debe ir acorde con los tiempos. Lo malo es que no se deja rastro del pasado. Ni un monumento, ni un trozo de muro, ni un portal, ni una placa conmemorativa. Y Pasto pierde en aras del progreso todo su pasado. Así, ¡zaz!, de golpe, sin previo aviso».
Entre los años 50 y 60 arquitectos como Carlos Santacruz Burbano o Jaime Gómez López y gobernadores como Aurelio Caviedes o Sergio Antonio Ruano promovieron una transformación de la ciudad antigua que describía Kar-A-Melo hacia la modernidad, pero obraron teniendo siempre en cuenta el respeto por el pasado y la uniformidad urbana.
Hay cosas que inevitablemente envejecen mal. La casa colonial esquinera que fue la primera de Pasto, residencia de Sebastián de Belalcázar y que pasó por muchas manos hasta bien entrado el siglo XX, difícilmente podía sostenerse en pie, pues cuando se pensó en hacer algo con ella al estilo del Museo Taminango ya era demasiado tarde. Allí se levantó el Agualongo, con el tiempo convertido en hotel, pero a todas luces inconsecuente con la estética del centro de una ciudad que basa sus valores en su pasado colonial o republicano y criollo.
Cuando en 1986 surgió el Centro Comercial Sebastián de Belalcázar donde antes estaba el Seminario, sus ideólogos Álvaro Toro Villota y Óscar Salazar propusieron un espacio abierto que relacionase estéticamente la arquitectura contemporánea con el entorno del centro de la ciudad. Eso tenía sentido y se consiguió. No era una atrocidad como el Agualongo o el Edificio Concasa.
Pero todo tiene que pasar por un proceso y un acuerdo y una ley. Y sobre todo tiene que pasar por una información adecuada al ciudadano. La población es parte de los procesos y tenerla al tanto de sus cambios permite obrar de una manera operativa justa y razonable.