Por: José Arteaga
(Twitter: @jdjarteaga)
Se dice que los puntos neurálgicos que debe tener en cuenta un asesor de comunicación política son la cesión de información, el ocultamiento y exceso de información, la organización de eventos y la publicidad institucional. Los dos últimos parecen claros y obedecen a un manual de técnicas muy estandarizados. Pero los dos primeros requieren de una toma de decisiones consensuadas y que se anticipen a los problemas. Porque en la política, lo sabemos bien, problemas hay todos los días.
En este sentido, una de las maneras más inteligentes de encontrar la comunicación más fiable hacia el público es que el político se prepare con su asesor en términos de confrontación. Una especie de abogado del diablo que lo lleve contra las cuerdas, un sparring que lo ponga en aprietos y que le muestre la crudeza de la calle y de las redes antes de salir al balcón a dar un discurso.
Se me vienen a la mente dos ejemplos. Uno real y otro ficticio.
El real fue alguna vez que asistí a un mitin del entonces candidato a la presidencia de Colombia César Gaviria Trujillo. En algún momento del mitin manifesté mi disgusto por una especie de «obligación» a aplaudir al personaje. Me miraron mal, me hicieron sentir que no era bienvenido y no me volvieron a invitar. Entonces entendí que todo el equipo de comunicación que rodeaba a Gaviria era complaciente con él y esta compuesto por fanáticos que los seguirían donde fuese. No tenía sparring.
Vale. Eran otros tiempos. El narcotráfico nos sacudía y la carrera de Gaviria a la Casa de Nariño era una alfombra roja. Ganó la consulta y elección por goleada y los problemas estaban en la guerra de Escobar contra el Estado. La comunicación requería otros razonamientos y el tema que inquietaba a todos era el de las filtraciones, porque la mafia era capaz de corromper a todo el mundo.
El ficticio es bastante idealista. Sucede en la serie de televisión Blue Bloods, que narra el día a día de una familia de policías, cuyo patriarca es el Director de Policía de Nueva York (Tom Selleck). Su asesor de comunicación, llamado Comisionado Adjunto de Información Pública (Gregory Jbara) siempre está alertando, frenando y a veces enfrentando a su jefe para que la comunicación con la ciudadanía sea fluida y conciliadora.
Vale, es una serie y las series están hechas de conflictos, por lo que el buen hacer del Comisionado no funciona siempre. Pero es verdad que esto de no hacer caso al asesor se ve en aquellos políticos donde su fuerte personalidad se impone al criterio y el sentido común. En Colombia, con muy pocas excepciones, ha sido siempre así, y por lo que ve sigue siendo así.
Dice la columnista Catalina Uribe en El Espectador, y quien cita al pensador Néstor García Canclini, que la falta de una comunicación firme y clara por parte de un Gobierno da pie a especulaciones, noticias falsas y sesgos ideológicos que generan a su vez más problemas a los iniciales. La suposición es el pan de cada día, lo que nos lleva siempre a buscar aquello que Arturo Abella llamaba «fuentes de alta fidelidad». En otras palabras, buscamos la verdad en los pasillos y los baños porque no vemos una comunicación clara en los canales oficiales.
Y yo creo básicamente que esto sucede porque los asesores de comunicación son complacientes con el mandatario de turno, y se sienten incapaces de confrontarlo y mostrarle que en la calle no todo el mundo piensa como él, y que es a ese público al que se debe dirigir. Porque una de las graves consecuencias de no tener confrontación en el «primer anillo de seguridad» es que el político acaba hablando sólo para el público que lo ha votado.
Y ya sabemos el resultado de estas prácticas: más división, más sectarismo, más polarización, más pelea. El caso más conocido, por lo deficitario y perverso, es el de López Obrador en México, quien creó una sección en sus conferencias matinales titulada «Las mentiras de la semana». Allí recitaba lo que decían los medios de comunicación en su contra, haciendo oficial su enfrentamiento con todo aquel que pensara distinto. Una mala praxis que consiguió un efecto contrario al que deseaba: que la imagen de AMLO como buen político se cayó al piso.
Pero hablábamos del consenso interno. Sobre esto me remito a algo que decíamos en esta misma columna hace bastante tiempo, y citando a Verónica Fumanal, presidenta de la Asociación de Comunicación Política de España: «Es fundamental reducir al máximo los interlocutores y portavoces del Gobierno, para que la comunicación se focalice en un estilo, una forma de proceder y una respuesta. De lo contrario, la multiplicidad de portavoces puede enviar mensajes contradictorios, dando lugar a matices o rectificaciones que agravan la situación que precisamente se quería gestionar, el desconcierto».
Lo cito porque cuando no existe ese consenso se suelen tomar decisiones de facto: remover cargos. Esta es una solución fácil y efectiva para ciertas cosas, pero que no resuelve un problema de comunicación. Tampoco lo resuelve una decisión sin consulta interna.
Como se recordará, cuando empezó la pandemia algunas alcaldías decidieron cerrar las ciudades, la Presidencia de turno las desautorizó, y todo el mundo se quedó con la sensación de un desgobierno. ¿La razón? La comunicación fue un desastre, porque en lugar de informar que se querían tomar decisiones conjuntas, se defendió al Presidente politizando la situación y planteando un enfrentamiento innecesario.
Bien, hasta aquí sobre los dos primeros puntos neurálgicos de la labor de comunicación. Respecto a los dos últimos, en esa tarea de llevar la agenda de un político, está también la de asesorarlo en las cosas que deben o se deben decir. La famosa entrevista de la Vicepresidenta actual es un ejemplo de manual de lo que no se debe decir porque no hubo una asesoría detrás previa a la entrevista.
Evitar algunos términos innecesarios es de cajón para «no dar papaya» y convertirse en carne de memes. Pero insisto, eso es lo obvio, lo evidente en esta ardua labor. Lo complicado es lo otro porque implica trabajar a largo plazo y la política es una tarea del día a día.