Ni tan burro

Por: José Luis Chaves López

 

Cansado de los duros trabajos y agotadoras jornadas a las que lo sometía su amo, Lucero, un joven burro, decidió escaparse de la granja e irse a recorrer el mundo. Ya estaba harto de darle vueltas a la noria durante el día y a la rueda del trapiche en la noche. Quería descansar, y sobre todo ver el mundo del que le habían contado los caballos cuando llegaban a dejar la caña para la molienda. Buscaba y buscaba la forma de salir, pero no podía hacerlo de cualquier manera, y después de mucho pensarlo –si es que los burros piensan- decidió que lo mejor era disfrazarse de caballo, al fin y al cabo, los conocía bien y hasta podía relinchar como ellos.

 

Y esperó… y espero la oportunidad, hasta que un día, dejando su trotecito alegre y recortada la crin para no levantar sospechas, levantó la cabeza y paró las orejas para darse más alzada, relinchó un par de veces, pues también había aprendido a hacerlo, y sin mirar atrás, en cuanto la puerta del establo se abrió para dejar salir a las vacas hacia los pastizales, él también caminó fuera y se alejó por el sendero.

 

¡Qué mundo le esperaba! Campos abiertos, hierba fresca y agua abundante, ya hasta se relamía de gusto. Y triscando aquí y allá se fue alejando paso a paso de la que había sido su cuadra. Eso sí procuró mantenerse alejado del agua pues corría el riesgo que si se mojaba se le cayera el barro que se había puesto para disfrazarse. Pero al poco tiempo se sintió cansado, eso de mantener el pescuezo estirado y las orejas de punta no era para él. Pero al mirar el horizonte sin barreras y sin sentir el lazo que permanentemente lo sujetaba al yugo se daba ánimos y continuaba adelante.

 

“La vida no es fácil allá afuera”, le habían dicho sus compañeros de labor, “y menos para un burro como nosotros”, le insistieron. Pero nada de eso le importó y ahora que estaba fuera pensaba que había valido la pena el esfuerzo de aprender a comportarse como un caballo de tanto verlos y hablar con ellos.

 

Siguió caminando descubriendo el mundo pues nada de lo que ahora veía lo había imaginado, ni siquiera cuando los caballos se lo contaban. Nunca había salido de la granja. Allí nacieron sus padres, allí nació él y allí todos los animales esperaban morir. Y mientras se alejaba por el sendero comenzó a pagar el precio de su locura, de su tontería, mejor para no dar más vueltas, de su “burrada”. Pero es que así son los burros: tercos. Y cuando se “ranchan” por algo no hay poder humano (¿poder animal?) que los haga cambiar de parecer.

 

Es que para disfrazarse completamente se hizo colocar herraduras, si, así como lo leen, he-rra-du-ras. Un día cuando acompañaba a su amo al pueblo, por el camino encontró una herradura que se le había caído a uno de los caballos que por ahí pasaban. Con disimulo la cogió con la boca y cuando volvió al establo la escondió debajo de la paja donde dormía. Estaba ya fraguando su plan y por eso cada vez que sus amos salían al pueblo, él se ofrecía a acompañarlos. Un día sí y otro no, pero al final encontró las cuatro herraduras que necesitaba ¡todas de distinta talla! Pero no importaba. “Un poco de metal bajo los cascos no lo iba a detener”. Eso le dijo a su mamá, y ahora ya se estaba arrepintiendo. Qué dolor cuando se las pusieron. Otro burro, más animal que él, se ofreció para el trabajo. Lucero se echó en el piso donde giraba la rueda del trapiche, levantó una a una sus patas y cuando la rueda llegaba a donde él estaba, el otro burro sostenía la herradura para que el golpe de la rueda la ajustara a su pata. No gritó, porque los burros no gritan, pero el dolor le hizo perder la poca conciencia que le quedaba.

 

Y por eso, cuando vio la puerta abierta salió con las vacas y aquí volvemos con la historia. Las herraduras estaban acabando con sus cascos y las patas le dolían más que cuando giraba la noria durante todo el día para sacar agua para la casa grande. Pero “no importa” se dijo y siguió adelante, aún le hacía falta mundo por descubrir.

 

“Papá, papá un caballito”, oyó gritar a un niño a sus espaldas. “Me lo compras?” No lo podía creer. Trató de escapar corriendo, pero se acordó que de su trotecito alegre ya nada quedaba. El papá del niño lo agarró por el cuello y se le acercó. “No tiene lazo ni marca, parece que no tiene dueño, llevémoslo a la casa”. Sacando su correa lo sujetó y lo llevó tras de ellos. Más tarde se enteró que por su tamaño el niño pensaba que era un caballo pony el que habían encontrado. No bien llegar a la casa, le pusieron silla y brida y montaron al niño. Ya no sólo le mataban las herraduras, sino que ahora tenía que sufrir el metal del freno en su boca. Eso no era lo que tenía planeado cuando había pensado escaparse disfrazado de caballo. Toda la tarde el niño montó y le hizo dar vueltas al patio de la casa. Tiraba del freno sin necesidad y lo castigaba con una vara cuando intentaba detenerse. La noche fue su salvación, pero no su descanso. Nada de comida ni de heno fresco y suave para echarse y dormir. Lo amarraron a un árbol del jardín y allí lo dejaron.

 

Mientras meditaba su desdicha se acordó de Michín, el Gato Bandido*, y respirando profundo para tomar fuerzas comenzó a mordisquear la cuerda que lo sujetaba. Ya casi amanecía cuando lo consiguió. Sacudió sus patas, brincó y pateó hasta que consiguió zafarse las herraduras. Se metió a un arroyo que por ahí cruzaba y con la cabeza gacha y con el rabo entre las piernas (creo que esta parte no es posible porque no era perro sino burro, pero dejémoslo así) se volvió por el camino.

 

Cerca del mediodía llegó a la granja y casi exhausto por la sed apenas logró meter la cabeza por la cerca que lo separaba del camino. Allí lo encontró su amo un poco más tarde, lo levantó de dos varazos, como castigo por lo que había hecho y lo metió al corral. Le dolían las ancas, pero encontró comida y agua. Con qué satisfacción comió, tragó, mejor dicho, engulló. Y comió y bebió y comió y bebió.

 

Definitivamente Michín tenía razón.

 

Nota: fábula de Rafael Pombo

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