Un día como hoy en cualquier parte

Detrás de la neblina viene el sol ardiendo con furia. Las montañas están grises y sobre los árboles más cercanos un coro de pájaros anuncia las noticias del mundo. La hierba está mojada y de las flores del jardín cuelgan gotas de agua que brotan como lágrimas por una noche que ya no existe.

De una casita techada con latones y paredes de ladrillo viejo, reforzada con gruesas tablas, sale un hombre con ruana, botas pantaneras y un machete al cinto amarrado con cabuya en vez de correa. Sobre su cabeza lleva una gorra carcomida por el tiempo. En su mano derecha tiene un barretón y en la espalda carga un morral con el portacomidas y una botella con agua de panela. Es indiferente a la guerra que hay en el cielo entre el sol y la neblina por ganarse un espacio en las horas de la mañana. Ni el canto ni el plumaje multicolor de los pájaros le dicen nada. El rocío que dejó la noche solo le sirve para mojar sus botas.

Al lado del hombre, un perro ladra, salta y muestra sus ganas de acompañarlo, pero él lo devuelve con un grito. El perro se detiene, parpadea, gime, se sienta, parece reflexionar, se devuelve con la cabeza gacha, empuja la puerta y entra a la casa.

Adentro hay una mujer sentada sobre un taburete frente a una mesa que sirve de comedor. En su mano derecha porta un vaso humeante de alguna bebida caliente. Tiene los ojos puestos en la hornilla, donde un fueguito hermoso y poético lanza llamas sobre una olla de aluminio que contiene agua. El líquido hierve a borbollones y allí se cocina un huevo verdoso que puso la única gallina que hay en el corral.

Media hora más tarde vemos al hombre de gorra raída trabajando la tierra. Lo hace en silencio, solo, sin detenerse, de modo mecánico. Su frente se llena de sudor, la camisa se le moja alrededor de las axilas, los músculos se tensan, las manos se encallan, la tierra se abre al golpe de la herramienta, alguna lombriz es partida por la mitad y una piedra suelta chispas.

Al llegar el mediodía, el hombre ha forjado a punta de barretón un surco a lo largo del terreno. Allí sembrará alguna planta que servirá de alimento para mucha gente.

En la casa, la mujer saca el huevo cocido de la olla, le quita la cáscara, le pone sal y se lo lleva a su hija, quien espera acostada en su cama. La niña parece mirar fascinada y sin parpadear a una araña que se descuelga de la viga del techo. La pequeña tiene casi diez años, no va a la escuela, no sabe leer, es ciega y le gusta desayunar huevo cocido con agua de panela.

El perro, que un segundo antes estaba echado debajo de la mesa, sale levantando las orejas, mira a la niña, ladea la cara y deja salir de su hocico un gruñido triste. La nena saluda a su madre, se sienta, busca a tientas el huevo y le cuenta a la mujer que volvió a soñar que vivía en el paraíso. La señora llora en silencio, tiene hambre y una angustia vieja la carcome por dentro.

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