Muchos padecemos de la ingenua ilusión de creer que un cambio social se logra en el país eligiendo presidente. Y con inocencia, biberón y pañales, defendemos con ardor, fuerza y prosopopeya el nombre de un candidato y un movimiento político.
Lo hacemos porque soñamos con alegre ingenuidad que tal o cual personaje nos salvará de lo feo y lo malo, de lo sucio y lo aberrante.
Algunos seguidores se involucran tanto en campañas políticas, que enarbolando banderas de colores pecaminosos, se dedican a vender sueños, ideas y banalidades felices que solo son posible en el país de la cucaña: esa patria de la mitología donde no hay que trabajar y los alimentos abundan gratis y sin esfuerzo.
Otros más, disfrazados de salvadores, alanzando estandartes de ilusiones eclesiásticas salen a las calles en sandalias de oro a vender alegrías espumosas y discursos con escamas.
Unos dicen que su candidato cuando sea elegido presidente hará esto y aquello, aunque su candidato nunca ha dicho nada de eso ni de aquello. Del otro bando, dicen que cuando fulano sea presidente el país se transformará así y asá, aunque nadie sepa bien que significa el así y el asá.
La política es apasionante, tanto como las series de televisión donde abundan intrigas, hechicerías, guerras y juegos de tronos.
Pero hay que bajarle el tono a la descalificación del otro por seguir a un candidato contrario al de uno. El país se transforma no porque lo diga un candidato, sino el día que nosotros, como sociedad, decidimos hacerlo.