El documental se titula «Les Français c’est les autres» (Los franceses son los otros) y una de sus escenas le ha dado la vuelta al mundo a propósito de los disturbios de Paris, los llamados banlieues, que han impactado a todos por su intensidad y por la serie de preguntas que uno se hace sobre sus causas. En esa escena un profesor de secundaria le pregunta a sus alumnos: “¿Pueden levantar la mano los franceses, los que tienen la nacionalidad francesa?”. La gran mayoría levanta la mano. A continuación pregunta: “¿Quién de ustedes se siente francés?”. Pero esta vez nadie responde, salvo una chica negra que dice “En mi cabeza soy blanca”.
El documental de Mohamed Ulad e Isabelle Wekstein-Stegs es de 2015 lo que demuestra que estos actos de violencia reaparecen periódicamente en Francia generados por diferentes causas, pero con algunos rasgos comunes: saqueos, incendios, pedreas y ataques a cualquier instalación que represente al Estado o denote riqueza. Hay quien los defiende. Tengo algún amigo que lo justifica acudiendo a frases como «es que han aguantado mucho», «son décadas de segregación», «es natural que el hambre y la injusticia los haga estallar».
Pero el resultado es que hay una violencia desmedida. Justificar estos actos de violencia en Francia sería como justificar la masacre de la revista Charlie Hebdo o la decapitación del profesor Samuel Paty. Ya sé que estos son actos extremos del Estado Islámico, pero es que este grupo terrorista paramilitar insurgente ha encontrado en Francia la carne de cañón necesaria para reclutar. A eso ha llegado un país en que nacionalidad no equivale a identidad.
No voy a intentar analizar los sucesos de Paris. Hay muchos otros especialistas para hacerlo. En lo que si quiero detenerme es en que el grado de furia que uno percibe allí recuerda las protestas que a lo largo de la historia han azotado a las ciudades de Estados Unidos detonadas por algún abuso policial, o ciudades europeas como Barcelona conducidas por un supuesto deseo nacionalista, e incluso las protestas de los últimos años en Santiago de Chile o Bogotá matizadas por el eufemismo «primavera latinoamericana».
Y eso nos conduce a nuestro propio sentimiento de identidad. ¿Nos sentimos colombianos? Dentro de Colombia posiblemente si. No hemos llegado a esa locura migratoria tan variada que tiene Francia y a los ghettos que la misma genera. La migración Venezolana al país ha supuesto un revulsivo por la magnitud y la forma, pero aún es muy pronto para hablar de cambios al interior de Colombia de la misma manera en que la migración afecta a Estados Unidos o a Europa.
Así que es mejor ver el problema francés desde el punto de vista del emigrante identificado, o no identificado, con el lugar donde vive.
Recuerdo que cuando yo llegué a vivir a España finalizaba el gobierno de Ernesto Samper y la gran migración colombiana aún no había empezado. En ese entonces los colombianos en una ciudad como Barcelona eran muy pocos, se conocían a través de clubes que celebraban fiestas y una tarjeta blanca que daba el consulado. Eran trabajadores arraigados con familia y unos cuantos casos de refugiados políticos. Han pasado 25 años desde entonces y los hijos de esos trabajadores ya tienen a su vez sus familias con el sistema y las costumbres españolas.
Hace poco asistí a la presentación del programa cultural de la Presidencia española del Consejo de la Unión Europea. Santiago Herrero, Director de Relaciones Culturales y Científicas en la Agencia Española de Cooperación Internacional y para el Desarrollo (AECID) sacó a relucir un hecho a propósito de estos arraigos. «España es Latinoamérica porque no podemos desconocer la relación establecida que es ya de tipo familiar». Se refería a que los cargos principales de proyectos culturales españoles ya se abren a ser dirigidos por nacidos en América Latina.
De todas formas es difícil el arraigo cuando las raíces de infancia y buena parte de la familia están al otro lado del océano. Antes era una lejanía dramática para sobrellevar sólo a golpe del carta, luego aparecieron los locutorios y las tarjetas telefónicas y eso se suavizó. Pero el paso adelante lo dieron primero el email, luego Facebook y más tarde las videollamadas. Eso permitió a los emigrantes seguir su vida lejos de forma más amable porque no se sentía la desconexión. Hoy se puede estar en un grupo de WhatsApp del colegio donde conviven diferentes formas de ver el mundo.
Sin embargo, y es mi caso particular, la mayoría de opiniones de ese grupo se centra en lo que sucede en Colombia y en la manera como suceden las cosas en Colombia. Se habla en términos colombianos, en moneda colombiana, en producto colombiano. Pero yo también soy español, mi familia es española y me siento español… y colombiano. No hablo de sentirme emocionado cuando juega la selección tricolor o corre Egan Bernal. Eso es emocional y sincero.
Me refiero a poder opinar si las políticas de Gustavo Petro son desacertadas cuando las que afectan mi día a día son las políticas de Pedro Sánchez. Transito en una delgada línea que separa el mundo en el que vivo y el que dejé atrás… O no. Quizás nunca se quedó atrás y ver lo que sucede en Colombia me preocupa. La horrible polarización que enfrenta a una mitad de la población contra otra es tan intensa, que a la distancia se percibe como dos miembros de una misma familia que se pelean.
De manera que tengo un compromiso emocional con Colombia, pero si algo afecta al colegio de mis hijas o a mi estabilidad laboral, me siento obligado a dar mi opinión como español y ejercer el derecho al voto en España. Por supuesto, no voy a quemar contenedores, tirarle piedra a la policía y saquear un supermercado. No se cambian las cosas así porque los contenedores y la policía se paga con mis impuestos, y la señora que atiende en el supermercado es vecina mía.
Ahora bien, hay otra España y otra Europa. Mi gran amigo Samba Mamadou salió un día desde Louga, al norte del Dakar, hasta Céuta, en la punta mediterránea de Marruecos, y de allí en patera hasta Algeciras. Miles de emigrantes nor-africanos han llegado a España en las mismas circunstancias y miles han muerto en el intento. En los últimos diez años el promedio anual de entrada al país por esta vía es de 5.000. Todos han comenzado desde cero sin la opción de poder volver, han dejado una fortuna en pagos a mafias y una gran parte vive del «rebusque».
¿Se sienten ellos españoles? Samba si, desde luego. Hizo su familia en España, tuvo hijos, ahorró hasta el último céntimo de sus cientos de trabajos de todo tipo, se compró un apartamento en Terrassa, Catalunya, y vive como español. Su manera de mantener el contacto de raíz es recibiendo a paisanos suyos que han llegado en Patera y poniéndoles un plato de comida al frente. Cada uno de estos cuenta una experiencia migratoria a cual más aterradora.
Y ese «otro lado de la historia» tiene pozos más profundos. Los que más intentan atravesar la valla de Melilla, una barrera física situada en los límites de esta ciudad española con Marruecos, son adolescentes en busca de fortuna y de euros. Varios acaban siendo atrapados por las mafias de las grandes ciudades y los convierten en carteristas robando al turismo. Si son menores de edad y son atrapados, se les libera. Si son mayores, el registro policial que se les hace equivale a una residencia en España. No se les puede devolver a su país. ¿Se sienten ellos españoles?
Volviendo al caso de Francia, decía el escritor argentino Alejo Schapire que «desde el liberalismo republicano, existe la noción de que ser francés es una concepción del mundo, un idioma, un compromiso por la libertad, los derechos humanos y el “savoir vivre”. Sin embargo, Francia no tiene el monopolio ni del idioma francés ni de esos valores… Es difícil convencer a gente que se instala en un país de que ame una patria de la que los locales desconfían».
Los colombianos emigrantes somos parte de Europa. Desde luego no hemos sufrido los horrores de subsaharianos intentando llegar a la tierra del euro, viviendo en ghettos de la periferia urbana y alimentando el resentimiento social. Alguno hay, pero la generalidad dicta otra cosa. La chica negra del documental que dice “En mi cabeza soy blanca”, piensa en el color de su piel cuando se le pregunta por nacionalidad e identidad. Literalmente siente la problemática a flor de piel.
Las políticas en Europa están cambiando respecto al papel de los nuevos ciudadanos llegados de otros lugares, pero aún tienen muchos vacíos que no han podido cubrir por físico desconocimiento de situaciones. Francia ha sido arrastrada por un tsunami social por no haber adaptado esas políticas y hacerlas más participativas que sólo enseñar un idioma. Como dice Scharipa, «La definición de qué es ser francés ha quedado estrecha, y no hay acuerdo de cómo debe ser la nueva».
Lo mismo vale para España y los emigrantes colombianos debemos ser parte de ese cambio precisamente porque nos sentimos europeos.