Politicamente incorrecto

Roald Dahl fue un novelista, poeta, narrador y guionista galés de origen noruego. Sus obras son clásicos, muchas llevadas al cine y a la televisión. Todos hemos leído, visto y/o escuchado hablar de: Charlie y la Fábrica de Chocolate, Chitty Chitty Bang Bang, James y el Melocotón Gigante, Las Brujas, Matilda, Mi Tío Oswald, e incluso de Alfred Hitchcock Presenta, Four Rooms, Los Gremlins o Sólo se Vive Dos Veces. Un maravilloso escritor, irreverente, contestatario y con una imaginación desbordante capaz de divertir a adultos y niños por igual. Roald Dahl fue un genio y 250 millones de copias de sus libros vendidos en todo el mundo lo avalan.

Pero ahora resulta que Penguin Random House, la editorial más grande del mundo, que llega a 179 países, ha reeditado los libros de Dahl cambiándole varias palabras porque pueden ser consideradas ofensivas en el contexto del mundo de hoy.

De modo que se ha eliminado la palabra «gordo» porque a nadie se le debe decir gordo hoy en día (ni siquiera como trato cariñoso). Augustus Gloop, el niño obeso de Charlie y la Fábrica de Chocolate» es ahora «enorme». De la misma forma se ha eliminado la palabra «fea» cuando acompaña a otro adjetivo, por ejemplo, «fea y bestial» (ugly and beastly), sino simplemente «bestial». Y ya no hay ningún «loco» y ningún «desquiciado» porque el lenguaje de la salud mental de hoy las considera indignas.

Una tarea editorial titánica ya que Dahl publicó 21 libros infantiles, dos novelas para adultos, cinco memorias y una obra de teatro. Por cual esto no sólo implica encontrar sinónimos adecuados, sino equivalentes con el mismo sentido. Así que ya no se lee «la noquearé y la tiraré al suelo», sino «le daré una buena reprimenda». Y ya puestos a cambiar, han quitado referencias como «una extraña lengua africana» porque el mundo de hoy es global, así que sólo se habla de una lengua africana.

Por supuesto, el mundo se le vino encima a los editores de Puffin, el sello de Penguin que tiene los derechos de Dahl, básicamente porque este es un atentado contra los derechos de autor, aunque en este caso los cambios hayan sido avalados por los albaceas del propio Dahl. Hasta el propio Primer Ministro británico, Rishi Sunak, ha puesto el grito en cielo, y ni hablar de autores y especialistas en literatura. Una avalancha de críticas que Laura Hackett, editora literaria del Sunday Times, resume bien: «Eliminar todas las referencias a la violencia o cualquier cosa que no sea limpia, agradable y amigable, supone eliminar el espíritu de esas historias».

Y yo me pregunto: ¿no nos pasando con esto de suavizar o «adecentar» la literatura infantil y juvenil?, ¿no estamos tirando demasiado de la cobija al buscar expresiones más sensibles para proteger a los lectores infantiles? Entiendo que llevado al campo de los libros de texto, este tema es complejo, pues las decisiones sobre su contenido las toman revisores del Ministerio de Educación y hacen referencia a obras nuevas. Pero cambiar lo clásico equivale a aplicar censura.

Entiendo que, de alguna manera, siempre se ha hecho. El lenguaje de la humanidad ha ido cambiando y hay términos que hoy no se entienden, pero existen diferentes recursos para solventarlo: glosarios anexos, pies de página o introducciones que contextualicen. Los autores merecen un respecto porque su creación original es eso, creación propia. Y de esto saben muy bien en Alemania, donde los Hermanos Grimm cambiaron la forma de entender el lenguaje a comienzos del siglo XIX.

Jacob y Wilhelm Grimm (si, los mismos de Blancanieves, Caperucita Roja y La Cenicienta) eran bibliotecarios y recopilaron decenas de cuentos populares que decidieron reproducir exactamente como se contaban, pues así preservaban la intención original. Dice Thomas Moore Devlin que esas «historias no sólo eran registros de los cuentos, sino también de los dialectos alemanes que se hablaban en diferentes zonas». Todo esto dio pie a la Ley de Grimm o evolución del germánico al alemán. En síntesis, lo que las obras dejan es un legado de aprendizaje para evolucionar, no para ser frenado.

Vuelvo a insistir. Es cierto que hasta los propios Hermanos Grimm pasaron por un filtro antes de llegar a las versiones de Disney, pero se entiende aquello como una adaptación al cine, de la misma manera que llevar una obra de Dahl al teatro. Por cierto, Matilda es un musical en Netflix y esta plataforma de streaming es la dueña de los derechos de adaptación, por lo que veremos a Dahl en varios musicales en el futuro, aunque con variaciones producto de esas adaptaciones.

Dice Esteban Ramón en Radio Televisión Española (RTVE), que «lo desagradable y la crueldad conviven con la fantasía en el corazón de la obra de Dahl y ahí permanecen pese a los retoques cosméticos». Ramón recuerda que cuando salió al mercado la primera edición de Charlie y la Fábrica de Chocolate, la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP) de Estados Unidos, se quejó porque los Oompa Loompas eran pigmeos africanos, así que Dahl los convirtió en ayudantes de un país lejano. Pero fue el propio autor el que lo hizo, no sus albaceas o editores.

Lo cierto es que esta polémica en torno a Roald Dahl nos lleva a las guerras culturales que vivimos hoy. Estamos demasiado enfrascados en proteger a la infancia (y por ende a nosotros) de la discriminación y llevamos todo al extremo, sin puntos medios y sin matices. El feminismo o la transexualidad son ejemplos de un lenguaje inclusivo que «mira mal» al que no lo utiliza. Y claro, abusamos, como aquello de decir «estes» en lugar de «estos» o de poner «alumnxs» en lugar de «alumnos».

Es verdad que, como dice el psicólogo Javier Urra, el lenguaje evoluciona. «Antes se decía subnormal, después discapacitado, ahora con diversidad o distintas capacidades», pero corremos el riesgo de sentar un mal precedente, cuando cambiamos el lenguaje escrito en aras de la modernidad. La revista Playboy tiene desnudos. ¿Qué pasaría si la cogiéramos y empezáramos a pintar brassiers sobre los senos y bragas sobre el pubis a fin de tapar a las modelos?

Quizás los sensores de Dahl se han dicho a si mismos: si el cine lo hace con los cigarrillos (ya no se ven personas fumando en las películas), porque no nosotros con las palabras. Y es que cine sí que se permite licencias que van contra el derecho de los autores. Por eso, respaldados por una ley de traducción, cambian alegremente los títulos de las películas a la hora de traducir. Alguien Voló Sobre el Nido del Cuco, basada en la novela homónima de Ken Kesey, fue traducida en Hispanoamérica como Atrapado Sin Salida. Ni hablar de Fanfare d’amour, obra de Richard Pottier, convertida en película como Some Like It Hot, y titulada en España como Con Faldas y a lo Loco.

Si seguimos así acabaremos por cambiarlo todo en aras de un nuevo orden establecido porque las costumbres deben ser políticamente correctas. En el colegio de mis hijas, por ejemplo, hay un debate molesto que aún no ha salido a la luz, pero saldrá: un grupo de padres no quiere que los niños celebren sus cumpleaños con dulces. Engorda, dicen; no es bueno para la salud, advierten; que celebren con cereales, pensarán. A mi juicio, están a «esto» de convertirse en la señorita Trunchbull.

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