Por: Camilo Eraso
“Una monedita, por la mamita de las Mercedes”. Así suplicaba esta mujer a los transeúntes, mientras ponía por delante una pequeña canasta que sostenía con su brazo tembloroso.
Por aquella época, aún no era conocido el nombre de la enfermedad que producía temblores en el cuerpo, en especial en las extremidades. José Luis, el líder de los lustrabotas del parque le puso de apodo la “Gelatina” aludiendo, de forma mordaz, a su problema corporal.
De lunes a domingo, desde temprano en la mañana, deambulaba con sus pasos titubeantes por los senderos del parque principal. Era alta, en extremo delgada, tenía piel blanca, ojos castaños y cabello del mismo color peinado con trenzas. Usaba vestidos hasta los tobillos, pañolón oscuro y zapatos planos. Su nombre y su edad eran un par de enigmas; las arrugas producidas por las penurias y la vida precaria le ponían muchos más años de los que en realidad tenía.
Su obstinada presencia en el parque, durante tantos años, la había convertido en un personaje. Su figura era familiar tanto para transeúntes como para quienes allí laboraban; ya la gente la identificaba por su frase ─una monedita, por la mamita de las Mercedes─, por este saludo, las personas compadecidas con frecuencia depositaban unas monedas en su recipiente. Los lustrabotas estaban pendientes de ella, además le regalaban una embolada cuando ya no se sabía de qué color eran sus zapatos. Juanito el del carro de helados le obsequiaba, en las tardes soleadas, un chupón repleto de almíbar rojo que la Gelatina devoraba con expresivo placer. También conversaba con los taxistas estacionados alrededor del parque, con los vendedores ambulantes, los voceadores de prensa y los vendedores de lotería.
La Gelatina llegó al parque a sus catorce años, para buscar el sustento después de quedar huérfana. Margarita, su madre, regresaba del río en donde lavaba la ropa de sus clientes; al atravesar la avenida Panamericana, un motociclista perdió el control, la arrolló y la dejó abandonada e inconsciente sobre el pavimento. Después de varios días en el hospital, falleció a causa de múltiples traumas. Anita, así se llamaba la Gelatina, quedó desamparada en la casa que había heredado su madre, a merced de la ayuda de los vecinos.
Al comienzo vendía, en una canasta cubierta por un mantel de cuadros, la famosa galleta costeña en forma de semicírculo con el sabor y la textura de los conos para helados. Le compraban muy poco; sus temblores y la inseguridad de su voz dificultaban su labor comercial. Algunas personas, en vez de comprarle, le regalaban unas monedas. Cuando iba a lustrarme los zapatos con José Luis, le compraba una galleta y le decía que se quedara con las vueltas. Uno de esos días le pregunté:
─¿Cómo le va con la venta de galletas?
─Mal, pocas personas compran. Lo que gano no me alcanza. No sé que voy a hacer. Estoy desesperada ─me respondió cabizbaja, con voz apenas audible.
La vendedora de periódicos y revistas en el puesto de la esquina estaba enterada de su situación crítica. Ante las lágrimas de la Gelatina al contarle su crisis, le dijo:
─Venga mija. Usted se la pasa todo el día caminando, veo que vende poco y termina cansada. Yo le doy este banco para que se siente a mi lado y ofrezca su paquete a mis compradores. Le va a ir mejor.
─Gracias doña Matilde. Al final de la tarde me duelen los pies y solo vendo de tres a cinco al día. ─le replicó la Gelatina con cara agradecida─. Esa plata no me alcanza, ya debo dos meses de de luz y agua. Algunos días consigo más con las monedas regaladas que con las ventas.
Los clientes de Matilde no resultaron buenos compradores; su ayuda apenas incrementó la venta a unas siete diarias. El Zucho Viteri, conductor de un carro de plaza (así llamaban a los taxis, por estacionarse alrededor de la plaza) era su cliente de todos los días porque se comía una galleta de postre. Matilde le daba consejos para que fuera más convincente al realizar la venta, le decía que tenía que dejar la timidez, que debía hablar con tono firme y volumen más alto, que le ayudaría si le ofrecía una sonrisa miraba de frente a su cliente.
─Doña Matilde, a mí me da pena, siento nervios, la voz me sale entrecortada y la garganta no me da más volumen; no me atrevo a fijar mi vista en sus ojos ─respondió la Gelatina mirando al piso.
La Gelatina perdió las esperanzas de obtener su sustento con las ventas. Después de varios meses de persistencia, dejó de lado el canasto y lo reemplazó por un recipiente para pedir monedas. Con las limosnas apenas cubría sus gastos básicos. Don Carlos, el dueño del almacén de ropa y accesorios para hombre y antiguo patrón de su madre, le regalaba dinero o le enviaba un obrero cuando se necesitaban reparaciones en la vivienda.
Lucía, la vendedora de lotería, era su compañera para ir a pedir un baño o para comprar una gaseosa en la cafetería La Italiana, en donde a veces le regalaban un bizcocho del día anterior. La Gelatina, a ratos, caminaba con Lucía porque los compradores de lotería le daban monedas cuando recibían las vueltas.
─Usted es suertuda porque tiene a su mamá y a su hermana. Cuando llega a su casa tiene con quien hablar y le tienen la comidita caliente ─le solía decir a Lucía cuando le daba la nostalgia─. Yo a cada rato me siento en total soledad, me hace falta mi mamita
En vida de su madre, Anita y ella recogían, en casas de familia, ropa para lavar. Luego compraban el jabón en la tienda del barrio e iniciaban sus labores en el río que bajaba del volcán con aguas cristalinas y heladas; unas inmensas piedras volcánicas planas servían de fregadero para las prendas y, a la vez, de superficie para secarlas bajo los rayos del medio día. Anita era la ayudante de su madre: le pasaba prendas sucias extraídas de dos tulas y extendía la ropa limpia para secarla. La única compañía para las dos era la música que salía del radio de pilas. A las doce, tomaban un receso para degustar las viandas que Margarita llevaba en la lonchera. Cuando las sombras de los arbustos se volvían más largas que su altura, recogían los implementos, empacaban las prendas y regresaban, tarareando canciones, a su hogar ubicado en un barrio humilde de la ciudad.
Margarita trabajaba como empleada doméstica en casa de don Carlos. Al quedar en embarazo renunció para tener a su bebé y cuidarla. Luego se dedicó al lavado de ropa para disponer del tiempo que demandaba su retoño, la razón de ser de su vida de allí en adelante.
La niña tenía diez años cuando cayó de un árbol y se golpeo con una piedra en la cabeza. Desde entonces quedó con temblores en su cuerpo. En la escuela se burlaban de ella, a tal punto que tuvo que retirarse; la mamá le enseñó a leer, escribir, las operaciones aritméticas básicas y uno que otro tema adicional.
Esa mañana de jueves, la Gelatina llegó al parque a las siete, como de costumbre, cubierta por un desvencijado paraguas para protegerse de una llovizna fina e intensa. Minutos después las gotas se intensificaron y se convirtieron en aguacero. La Gelatina cruzó la puerta de la iglesia de la esquina en el momento en que comenzaba la misa de ocho de la mañana. El canónigo, que observaba y controlaba hasta el vuelo de una mosca, fue de inmediato al rincón en donde se había guarecido y, en voz baja pero regañona, le dijo:
─Usted no puede estar aquí. La casa de Dios no es un sitio para venir a pedir limosna. Es un lugar de recogimiento y oración. ¡Salga ahora mismo!
─Monseñor, no estoy pidiendo limosna. Vine a escampar porque afuera está cayendo un torrente de agua y desde hace varios días estoy constipada y con tos ─balbuceó la Gelatina con temblores más fuertes que lo usual.
El Canónigo, portando la bolsa de terciopelo vino tinto en su mano, lista para recoger las donaciones de los fieles, le replicó:
─No convierta la iglesia en un escampadero. Salga ya mismo si no quiere que llame al sacristán para que la lleve a la calle.
La Gelatina salió con pasos vacilantes y la cabeza gacha; abrió su paraguas y fue a buscar un rincón en donde protegerse del diluvio. El único lugar que encontró fue el alero de la casa de la esquina porque a esa hora los locales comerciales todavía estaban cerrados.
La plaza permanecía tan desierta como entumecida. Las golondrinas abandonaron sus cantos y volaron a buscar abrigo. La Gelatina estuvo allí una eternidad de tiempo. Su cuerpo tiritaba, sus dientes castañeaban y el frío de los zapatos mojados subía hasta la coronilla. Ni una sola persona pasaba cerca para pedirle ayuda. Cuatro señoras rezanderas salieron de misa, pasaron frente a ella y ni siquiera la miraron, porque iban ocupadas chismoseando. Sin embargo, con el poco aliento que le quedaba, ella les dijo: ─Una monedita, por la mamita de las Mercedes─. Una de ellas, con desprecio, le tiró una moneda.
En un instante, sin que nadie lo advirtiera, su cuerpo desmadejado cayó sobre los charcos del andén; allí permaneció hasta que la vendedora de la droguería llegó para abrir, casi a las diez. Por la oscuridad parecían las seis de la mañana y el aguacero continuaba inclemente. Le tomó el pulso, casi inexistente, sus latidos eran tenues, estaba fría y desencajada. Gritó para pedir ayuda y enseguida aparecieron varios lustrabotas que corrieron desde su sitio de trabajo.
José Luis, el líder del grupo, la había auxiliado en otras oportunidades; no era la primera vez que sufría un desmayo o tenía una crisis. Sabía que el doctor Lima, cuyo consultorio estaba a dos cuadras, la atendería y luego le pasaría la cuenta a don Carlos, quien así lo había autorizado. José Luis y sus compañeros armaron una camilla con sus brazos, la taparon con un plástico y la trasladaron hasta el consultorio médico. El aguacero no había amainado, llegaron empapados. Golpearon angustiados y gritaron:
─¡Auxilio, se muere!
El médico suspendió la consulta; de inmediato le tomó los signos vitales. Por la gravedad del caso y el conocimiento que tenía de la enferma, pidió al paciente que estaba dentro que saliera y le solicitó a quienes la llevaban que la acomodaran en la camilla. La abrigó, le aplicó una inyección, tiró a un lado la ropa mojada, le colocó una bata de cirugía y prosiguió con el examen.
La Gelatina estaba inconsciente, respiraba con dificultad, el color había desaparecido de su piel y convulsionaba. Sus amigos miraban con espanto el estado de su amiga y compañera.
El médico pidió cupo en la clínica más cercana y solicitó el envío de una ambulancia. Diagnosticó que la Gelatina tenía una bronconeumonía aguda y requería hospitalización. Los improvisados camilleros ofrecieron la ayuda que se necesitara; el médico les agradeció su colaboración y les dijo que volvieran a su trabajo porque, de allí en adelante, él estaría al frente de la situación.
Los lustrabotas iniciaron el voz a voz para que las demás personas que laboraban en el parque, así como sus clientes, se enteraran de lo sucedido. Pocos minutos después, la noticia ya era conocida por un buen número de personas.
El doctor Lima se trasladó con ella en la ambulancia, gestionó su ingreso, le explicó su diagnóstico al médico de urgencias y le dijo que si era necesario hospitalizarla procediera, porque él respondía. Regresó al consultorio para ponerse al día con los pacientes, presentándoles disculpas por la demora.
Entre tanto, los amigos, conocidos y compañeros en el parque quedaron conmovidos. La plaza se sentía vacía sin su figura. Su caminar pausado y su canastilla temblorosa eran parte del día a día. Los transeúntes dejaban unas monedas con los lustrabotas para contribuir a sus gastos. Los vecinos organizaron una colecta para cubrir sus necesidades médicas y cualquier pago que se necesitara en la casa.
El personal de urgencias fue deferente con ella por llegar con el doctor Lima. La Gelatina, de vez en cuando, abría un ojo, miraba hacia el infinito y lo volvía a cerrar sin pronunciar una sílaba. Su temperatura y los signos vitales se estabilizaron.
El doctor Lima, con radiografías y exámenes a la mano, confirmó su diagnóstico inicial. Ordenó su traslado a cuidados intensivos.
Los amigos del parque y vecinos iban a la clínica pero no podían verla porque las visitas estaban restringidas. La ausencia de información y de un familiar cercano que estuviera al tanto incrementaba la incertidumbre y las especulaciones de los visitantes.
Le aplicaron antibióticos a intervalos regulares. La Gelatina por momentos recobraba la conciencia y preguntaba:
─¿Qué pasa, por qué estoy aquí?
Pedía un poco de agua y volvía a dormirse. El doctor Lima le hablaba y obtenía como respuesta un monosílabo o un movimiento de la cabeza.
El cielo gris se tiñó de oscuro para acompañar con su tristeza la ausencia de su figura grácil. Hasta pareciera que el tañer de las campanas hubiera cambiado de tono y a las golondrinas se les hubiera enronquecido la voz.
Pocos hubieran podido imaginar el vacío que dejaba la Gelatina en el parque. Varias personas preguntaban por ella y al enterarse de su estado hacían una donación generosa.
El doctor Lima estaba atento a los resultados del tratamiento. Pasados tres días las dificultades respiratorias continuaban. El médico ordenó cambiar el antibiótico e incrementar la dosis para atacar a fondo la infección. La Gelatina, con la cabeza desgonzada, apenas pedía que le refrescaran los labios y, a ratos, suplicaba que la llevaran a su casa.
Don Carlos llamaba al doctor para informarse de su salud; entre tanto, los vecinos consiguieron las llaves de la casa para hacer aseo de la residencia y evitar que los ratones hicieran diabluras. Los lustrabotas también se alternaban para ir hasta la clínica a averiguar por ella. Todas las personas pendientes demostraban el afecto que la Gelatina generaba entre los seres cercanos.
A pesar del paso del tiempo y de los esfuerzos de los galenos, el estado de salud de la paciente empeoraba. El doctor Lima citó a una junta médica para discutir alternativas de tratamientos. Los galenos conceptuaron que la situación era crítica pues a la afección respiratoria se habían sumado insuficiencias cardíaca y renal.
Los vecinos organizaron una peregrinación al Santuario de Las Lajas en donde pagaron una misa y oraron por su recuperación. Los peregrinos encendieron velones al pie del altar mayor y, de rodillas, rezaron varios rosarios antes de emprender el regreso. Quince kilómetros antes de llegar a la ciudad hicieron una parada para tomar café negro con tortillas y comer chicharrones con maíz tostado en El Pedregal.
A oídos de Monseñor llegó la gravedad de la Gelatina y de pronto, tal vez por una voz de la conciencia, fue hasta la clínica para absolverla y darle la comunión. La vio tan mal que decidió aplicarle los santos óleos. Quizás en su interior se preguntaba: ¿Qué hubiera sucedido si la dejo escampar dentro de la iglesia?
En momentos de lucidez, cuando tenía alguna visita, la Gelatina volvía a preguntar:
─¿En dónde estoy? ¿Por qué me trajeron aquí? ¡Déjenme salir!
Parecía que la Gelatina ni recordaba lo sucedido, ni tenía idea de cuántos días llevaba en la clínica, pero quería volver a su casa.
El deterioro de la Gelatina era continuo. Los medicamentos para la infección afectaban otros órganos que se comprometían en cadena, en un espiral ascendente fuera del control de los médicos.
Los vecinos se reunían en las noches para escuchar a quienes la habían visitado. El optimismo inicial y la idea de un malestar pasajero fueron migrando al presagio de unas consecuencias impredecibles. Algunos se atrevieron a vaticinar:
─Yo creo que de esa no sale.
Una tarde, a la hora en que el sol se comienza a esconder detrás de las montañas, la hora en la que ella abandonaba el parque principal para dirigirse a su casa, la Gelatina decidió emprender el viaje para reunirse con su amada Margarita.
La noticia del deceso llegó al doctor Lima, a don Carlos, a los vecinos y amigos y poco a poco a la pequeña ciudad, incluyendo las cuatro beatas rezanderas quienes llegaron a decir:
─Menos mal que esa pordiosera no nos molestará más.
Sus vecinos se apersonaron de la situación. Buscaron, en la casa de la Gelatina, las mejores prendas para vestirla elegante, contrataron la funeraria, organizaron la sala para que se llevara a cabo el velorio porque por esa época no existían las salas de velación públicas. Las vecinas armaron ramos de lirios, gladiolos y cartuchos, flores blancas que simbolizaban la pureza de la difunta. Las fotos tapadas con telas negras o atravesadas con cintas moradas acentuaban el sentimiento de duelo, junto con los cartelones colocados por los vecinos en el portón para invitar a las exequias. Los lustrabotas convencieron a Monseñor para que celebrara las honras fúnebres en la iglesia del parque. Don Carlos, de incógnito, hizo llegar algún dinero para sufragar los gastos.
El traslado del ataúd desde la casa hasta la iglesia se realizó en una carroza tirada por dos caballos negros, altos y elegantes, seguida por la marcha de las personas que lo acompañaban. Monseñor, con ornamentos morados, recibió el cadáver e inició la celebración de la misa; en la homilía se refirió a la difunta como una mujer buena, que no hizo mal a nadie, ni tuvo problemas con los demás. En un momento se le quebró la voz, hizo una pausa, tomó un sorbo de agua y concluyó el sermón. Los feligreses se miraron y nunca entendieron lo que le había sucedido al celebrante; sólo él supo lo que pasó por su mente y su corazón.
En la puerta de la iglesia Monseñor despidió el cuerpo de la difunta repitiendo varias veces:
─Descanse en paz
─Amén ─respondían los feligreses.
La carroza fúnebre inició la marcha hacia el cementerio, seguida por los acompañantes vestidos de luto riguroso; una lluvia tenue acompañó con sus lágrimas el desfile. Transeúntes y curiosos se paraban en las aceras para observar el paso y hacer comentarios sobre la persona fallecida.
En las primeras líneas del desfile marchaban los vecinos, seguidos por los lustrabotas con su vestido de trabajo y algunos compañeros de sus actividades en el parque. Al final, a prudente distancia caminaban el doctor Lima y don Carlos. La marcha era lenta, solemne, aunque la concurrencia era escasa. Una manada de gorriones cruzó los cielos y desapareció en el infinito.
Al llegar al cementerio los más allegados cargaron el ataúd, lo llevaron hasta la base de la tumba. Dos obreros lo colocaron en la bóveda, tiraron las flores dentro y procedieron a sellarla con ladrillos y cemento. Los golpes del palustre contra los ladrillos rasgaban los corazones. Los asistentes elevaron oraciones por el alma de la difunta, cantaron la despedida y se retiraron con el alma arrugada.
Don Carlos, quien siempre mantuvo cierta distancia con el féretro y el grupo, se agarró a una de las columnas del cementerio, bajó la cabeza mientras unas lágrimas caían sobre el piso. Para sus adentros dijo:
─Fui cobarde. Por miedo a esta sociedad mojigata y solapada no tuve el valor para reconocerte y tratarte como mi hija. De lejos, sin que fuera evidente, busqué la forma de ayudarte económicamente, pero te negué mi compañía y mi cariño. ¡Perdóname Anita!