La gente me trata de nefelibata. Dicen que vivo en las nubes. Me lo dicen para insultarme, para agredirme. Quieren que me una al mundo normalizado por ellos. Que les dé importancia a las cosas del dinero, la política y los afanes de la sociedad organizada. Que siente cabeza, que coja responsabilidad, que me case, que estudie, que tenga hijos, que pague servicios, que consiga plata, que ponga los pies en la tierra… y así, una cantilena interminable que me causa miedo. Esa gente que se dice normalita es peligrosa.
Ser nefelibata me viene bien, me gusta y lo asumo como un título nobiliario o profesional. Los que vivimos en las nubes, despreciando al mundo y sus afanes, somos pocos, un puñado de privilegiados. Pero en mi caso, mi amor por vivir en las nubes tiene su herencia, su cuento, y se relaciona con la “pareidolia” de mis abuelos.
Hasta mis veinte años pasé mis vacaciones de verano y Navidad en la finquita de mis abuelos paternos: un paraíso de dos vacas, árboles frutales y cultivos para vivir. Mi abuela fue una mujer severa, daba látigo y me hacía trabajar en labores domésticas propias del campo sin tregua ni pausa. Mi abuelo, en cambio, era más relajado, amoroso y sonriente.
Muy pronto descubrí que los abuelos tenían un secreto que llenaba de incertidumbre a la familia. De tarde en tarde se evadían de la casa, me dejaban al cuidado de la empleada de servicio y era imposible saber dónde estaban; hasta que un día logré seguirlos. Fue tan emocionante como espiar la llegada del Niño Dios. Yo tenía como siete años y ellos como setenta.
Fueron a bañarse a la chorrera, junto a la cañada. Se enjabonaron el uno al otro y se rieron mucho. Luego tomaron camino hacia uno de los cerros tutelares de la finca y, en la cima, se acostaron sobre la hierba. Como si fueran niños, comenzaron a señalar el cielo buscando figuras en las nubes: conejos, dragones, palomas, caballos, rostros. Escuché agazapado detrás de unas piedras cercanas y con la fuerza de la imaginación logré ver lo que sus palabras proclamaban como si estuviera frente a una gran pantalla de cine, ¡la más grande del mundo!
Nunca volví a seguirlos, pero ellos continuaron su rito de ir a loma, recostarse sobre la hierba y ver desde allí pasar las nubes transfiguradas. Cuando el abuelo murió, ella siguió con sus avistamientos hasta que la vejez se lo prohibió. El día que cumplió noventa años, para celebrarlo, todos los de la familia subimos con ella a la montaña, nos acostamos en la hierba y disfrutamos de un día que no quiero olvidar. Luego miramos la magia de la gran bóveda azul fundirse en colores vivos hasta estrangular el día. Y en la noche… en la noche lloramos y celebramos el milagro del cielo nocturno, sus misterios y esa belleza infinita que te deja sin palabras.