¿Por qué nuestros líderes políticos no hacen autocrítica? Con lo buena que es, con lo útil y sanadora que es para el discurso y para el espíritu. Dicen los expertos que si queremos cambiar necesitamos saber que hacemos bien y que hacemos mal. Por eso, «la autocrítica es la capacidad de admitir nuestros errores, pero teniendo la voluntad de crecer con ellos».
Esta definición del especialista Diego Alcalá tiene mucho que ver con la conclusión de Martín Yeza, político municipal argentino, quien argumenta que «la mayoría de los políticos no hacen autocrítica por tres temores: ego, temor a ser percibidos como débiles, y porque en muchos casos ni siquiera piensan que lo que hicieron está mal».
A eso añadiría que el ego es un defecto latente en todo político desde el mismo momento en que se convierte en una figura pública y tiene un grupo de votantes detrás que alaba sus actos sin parar. La percepción de debilidad es inherente a la actividad política, siempre en constante confrontación en el Congreso y en los medios de comunicación. Y el no darse cuenta es algo que en estos tiempos se nota más.
Sin ánimo de hacer un psicoanálisis del perfil político estándar, es notorio que cada vez hay más presencia digital pública. Las redes, ya se sabe, son piezas fundamentales para dar a conocer pensamientos y acciones, pero también son hervideros de exaltados que tiran la piedra y esconden la mano. Denigran y alaban con la misma facilidad y sin temor de ser juzgados o cuestionados. El político elabora, pues, un discurso en redes para esos exaltados con mucha más agresividad y centrado en el ataque a otros; y se siente cómodo allí porque supone que eso no afectará su posición como servidor público.
Pero es justamente el ataque a otros la trampa que frena la autocrítica. Concentrarse en atacar evitar ver las carencias propias. Es como un impulso vital que consiste en ir hacia adelante sin detenerse, porque hacer autocrítica supone lo contrario: frenar, detenerse, reflexionar, cambiar y volver a empezar. En estos tiempos de rapidez mediática y de inmediatez digital no parece tener cabida la pausa, y la autocrítica equivale a pausa.
Hay antecedentes, por supuesto. Hace un tiempo un partido político que perdía las elecciones, argumentaba que el pueblo era tonto por votar a los otros. Hoy, cuando la sociedad es mucho más sensible hacia este tipo de pensamientos, ese argumento ha cambiado por el de la manipulación. «Hemos perdido porque los otros han manipulado a la población». En ningún momento se dice: «nos hemos equivocado, cambiaremos y volveremos con más fuerza».
En este sentido también obra como un enemigo de la autocrítica, la radicalidad. Queremos acabar con el adversario, no queremos oposición. Y eso es un error garrafal, porque el secreto de la democracia consiste en tener una oposición pertinaz capaz de desnudar tus defectos y ponerte constantemente frente a tu espejo.
En la Colombia de la segunda mitad de siglo XX, que siempre fue gobernada por los partidos tradicionales, Gerardo Molina se erigió como una gran figura opositora que ayudó a reconducir varias de las leyes que aún nos rigen, gracias a su defensa del estado social de derecho. Su voz era respetada, y su sentido de autocrítica lo llevó a crear Firmes, que cuestionó la radicalidad de la propia izquierda colombiana a la que pertenecía.
Uno de los grandes problemas que tiene el rechazo a la oposición es que las leyes y las reformas se hacen en «petit comité», entre los miembros el partido gobernante sin tener en cuenta otras miradas externas y otros puntos de vista. La consecuencia es una legislación que favorece sólo a un sector de la población y que, por ende, despierta animadversión, provoca críticas constantes y un rechazo a la forma en que ese partido gobierna. Por eso, en las siguientes elecciones el que gana es el partido opositor.
Y así se lo pasa el mundo occidental, yendo de un lado a otro, de la izquierda a la derecha más radical y viceversa. Sólo hay que ver lo sucedido en Estados Unidos y Brasil en años recientes para darse cuenta. Pero lo peor es que ya no es sólo el partido gobernante el que no hace autocrítica, sino el partido opositor también. Por eso, cuando vuelve al poder, repite sus viejos errores. El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Otro de los defectos políticos modernos es el victimismo; lo que los analistas Miles Armaly y Adam Enders denominan victimismo sistémico (sentirse víctima de las estructuras o fuerzas sociales). Es decir, un partido político en el poder no admite la oposición porque cree que ésta pretende la destrucción del Estado, la destrucción del Gobierno de turno, cuando en realidad lo que trata de conseguir, en términos teóricos, es «su reforma dentro del cauce previamente acordado».
Así, un político victimista huye de la autocrítica porque se siente perseguido. Ve enemigos en todas partes casi de forma paranoide y acusa a los medios de comunicación de fomentar la persecución en su contra. Y hasta cierto punto es entendible porque los medios acogen por naturaleza columnistas y críticos con los gobiernos de turno. Es su papel. Es el derecho de la prensa a ejercer la comunicación.
Un ejemplo del victimismo es el nacionalismo catalán en España. Siempre se ven perseguidos por «el poder central», siempre se ven atacados por las leyes de turno; y esa paranoia se la han inyectado a los niños en las escuelas y a los clubes deportivos. Cada partido del Fútbol Club Barcelona ante los equipos de Madrid es visto por los nacionalistas como una batalla contra un poder central excluyente. El victimismo los ha llevado al odio y el odio los ha cegado hasta tal punto que cualquiera que no piense de esa forma es un enemigo de Catalunya, que no es bienvenido allí. ¿Tiene la autocrítica cabida en ese escenario? Evidentemente no.
Llegado a este punto, vuelvo a citar a Martín Yeza cuando dice que el verdadero problema es cuando la autocrítica no viene acompañada de un aprendizaje, puntualmente cuando no se convierte en una propuesta hacia el futuro. Es lo que se denomina autocrítica positiva, aquella «que nos permite ver y reconocer nuestras fallas de modo que las aprovechemos para mejorar, esto es parte del autoconocimiento y de la madurez del hombre; el saber reconocer sus propios errores, esta crea a personas con mejor autoestima y mayor capacidad de mejora».
Por supuesto, siempre podemos caer en una autocrítica negativa en la que exageramos nuestros errores y alcanzamos el victimismo egocéntrico, donde nos consideramos víctimas porque creemos merecer más.
Decía en una columna anterior que la palabra perdón tiene un hashtag en Twitter que se suele utilizar mucho, pero casi siempre para exigirle a otra persona que la use, no para que quien escribe muestre signos de arrepentimiento. En estos tiempos de campañas políticas, los asesores de imagen de los candidatos suelen desaconsejar su uso porque eso implicaría modificar su discurso y posiblemente hacer que un montón de gente que trabaja en una campaña, deje de hacer, resetee y vuelva a empezar.
Si se le aconseja a un político que no diga perdón, imagínense como se le va a pedir que haga autocrítica.