Lo vemos en los grupos de WhatsApp: enviamos un mensaje, pero si alguien envía otro mensaje a continuación, el último será el que prevalezca. El anterior perderá la atención de los otros miembros del grupo y en la mayoría de los casos ni siquiera será visto.
¿Primera conclusión? La gente no lee más allá de lo que tiene al frente. Es verdad. Vemos siempre el último mensaje y asumimos que es un largo hilo y «qué pereza», o sencillamente no tenemos tiempo. Es como cuando pones un mensaje con un link. La gente lee el mensaje, pero no hace click en el link. Es uno de los problemas empresariales en las redes sociales. Sus páginas se llenan de Me Gusta, pero no hay repercusión en visitas reales y en compras.
¿Segunda conclusión? Somos ansiosos. Cada vez más. Quizás no al nivel de un trastorno emocional diagnosticado, pero queremos ir al grano desde el minuto cero y que no suponga un prolegómeno. Dice un estudio de la Universidad de Oxford que como el estrés se ha apoderado de nuestra vida, tenemos poca tolerancia a la frustración y suponemos que las cosas al largo plazo nos frustrarán. Por eso las queremos ya.
¿Tercera conclusión? Como consecuencia de lo anterior somos inmediatistas. Teniendo en cuenta que el inmediatismo es el modo de pensar y de actuar, irreflexivo y rápido, que sólo toma en cuenta los hechos más próximos, ahí nos vemos retratados y, lo que es peor, vemos retratada a nuestra sociedad.
En 2016 tras el plebiscito por los acuerdos de paz, Laura Camila Carrillo escribía en el portal Libre Pensador, de la Universidad Externado de Colombia, que la sociedad colombiana es inmediatista. «A los colombianos pareciera sólo importarles sumarse a la corriente del momento; después, cuando pasa la coyuntura, se olvidan de aquello y se quedan a la espera de que un nuevo movimiento aparezca para así sumarse, hacer bulto, bulla, declarase indignado, pedir soluciones… y luego volver al comienzo del circulo vicioso».
A continuación la investigadora daba una larga lista de casos precedentes que lo ejemplificaban. Pero desde 2016 para acá podríamos perfectamente hacer una lista muy larga de situaciones. El caos político de los últimos años nos ha llenado de incertidumbre, pero también de respuestas vagas a nuestras inquietudes. De manera que si alguien decide pasar a la acción lo apoyamos y nos dejamos llevar sin importar que muchas veces el remedio es peor que la enfermedad. ¿Un ejemplo? Las protestas callejeras suelen acabar en destrozos, un precio demasiado alto para una reivindicación.
Somos carne de cañón de unos políticos que aprovechan nuestro escaso conocimiento de los hechos porque sólo prestamos atención a lo último publicado, no a los antecedentes. Estamos perdiendo la capacidad de reflexión y de perspectiva.
Una explicación a todo esto es la ausencia de una formación de historia en nuestra educación. Recordemos que desde la reforma educativa de 1984, la historia dejó de ser una materia exclusiva en las aulas. En 1994 se anexó a la cátedra de ciencias sociales. En 2017 se volvió a establecer como obligatoria, pero una serie de insucesos hicieron de su implementación definitiva un largo trajinar.
Todo esto ha hecho que los alumnos que pasaron por el colegio en los últimos 30 años tengan un enorme desconocimiento de la historia. Ellos saben lo estrictamente básico, lo que ha derivado en problemas puntuales como la falta de preparación en oficios afines al periodismo (crónica y reportaje), hasta problemas generalizados como esa falta de reflexión y de perspectiva.
Ya sé que es muy trillada la frase de «Aquel que no conoce la historia está condenado a repetirla», pero recordemos que esta frase del escritor y filósofo español George Santayana se encuentra a la entrada del bloque 4 en el Museo del Holocausto en Auschwitz, Polonia.
Me hablaba un amigo argentino del gravísimo problema que tiene la ciudad de Rosario con el narcotráfico y se preguntaba: «¿porqué no lo vimos venir, cuando esta situación ya la han vivido otros países?». Pues eso.
Y así como no podemos repetir los mismos errores del pasado, tampoco podemos correr detrás de alguien sin reflexión como en El Flautista de Hamelín. Con ello sólo contribuimos a agravar los males, a extender las Fake News, a seguir separados por una barrera política y a otra serie de problemas más de fondo.
Uno de ellos es la ley del menor esfuerzo. Estamos construyendo una sociedad que aboga por esta ley. Lo vemos constantemente con la creación de softwares que bajo la idea de facilitar las cosas nos impiden esforzarnos. Es lo contraproducente de la llamada inteligencia artificial ChatGPT, una trampa escondida según Jenna Lyle, del Departamento de Educación de Nueva York: «Aunque la herramienta puede proporcionar respuestas rápidas y sencillas a las preguntas, no fomenta el pensamiento crítico ni la capacidad de resolver problemas».
Volvemos a lo dicho inicialmente con los políticos. ChatGPT encuentra en nuestra inmediatez y ansiedad un campo expedito para que su fórmula tecnológica funcione.
Decía el presentador ecuatoriano Edward Jimenez que «hay un inmediatismo irreverente que lastima a quienes luchamos por décadas sin mayores logros pero con grandes procesos».
¿Somos los seres humanos inmediatistas por naturaleza? Yo pensaría que no, que se puede educar y corregir, aunque ningún líder político o tecnológico esté por la labor.