La bolsa de terciopelo

Por: Camilo Eraso

La vida fluía como en una corriente de aguas mansas, la ciudad estaba inmersa en un profundo sentido religioso. Lo usual era que no hubiera tormentas.  La fe de su gente provenía de la época de la conquista, cuando las personas eran fieles a la Iglesia Católica y al Rey, a quien reconocían como representante de Dios en la tierra. La generosidad de los fieles, durante muchos años, cimentó la construcción de numerosas iglesias en el centro de la ciudad y en sus extremos cardinales; templos que, además de su belleza arquitectónica, tenían altares bañados en oro y paredes engalanadas con óleos originales de artistas españoles. El repique de las campanas para dar la hora, o para llamar a misa, acompasaba el transcurrir pausado de la ciudad.

El obispo era una de las más altas autoridades reconocidas. Su poder era  amplio porque su diócesis cubría las parroquias de todos los municipios del departamento  con sus lejanas veredas. El obispo delegaba funciones específicas de la curia a los miembros del segundo nivel jerárquico, sacerdotes que recibían el título de canónigos y, además de sus responsabilidades, ejercían como párrocos de iglesias importantes. El Consejo de Gobierno de la diócesis lo conformaban el obispo y sus canónigos.

El canónigo Macario Realpe era el párroco de la iglesia de San Juan, erigida en una esquina del parque principal. Este templo comenzó siendo la catedral, pero cuando se construyó la nueva gran catedral de la ciudad, a comienzos del siglo veinte, se convirtió en la segunda en importancia eclesiástica, con el título de concatedral.

Monseñor Realpe era alto, de contextura gruesa, abdomen abultado, cabello canoso y voz potente; su figura imponente generaba respeto y un poco de miedo, sobre todo cuando se le subía la sangre a la cabeza. Vestía con sotanas italianas, usaba un fajón ancho de seda de color morado y zapatos importados de charol, con hebilla de plata. Sus sombreros y capas también eran traídos de Roma. Él dirigía los oficios religiosos de su parroquia, celebraba algunas misas y decía los sermones en los eventos más concurridos. Subía al púlpito de madera tallada para comenzar sus sermones con la frase: “Amados hijos míos”. Predicaba con propiedad sobre pecados graves contra las leyes de Dios o de la Iglesia, con frecuencia centraba su alocución en  temas relacionadas con el sexo. En momentos de emoción, elevaba el tono de voz hasta llegar casi a gritar. Con severidad se refería a “esas tiendas que venden licores”. Sobre sus sermones, el Cachirí, que lo imitaba muy bien, le atribuía la siguiente frase:

─En la calle una tienda, en la tienda un biombo, y detrás del biombo… ¡EL PECADO!

En la misa dominical de diez de la mañana, mientras otro sacerdote distribuía la comunión, él tomaba el mango largo con una bolsa de terciopelo vinotinto con cordones dorados, para recolectar las limosnas. Pasaba de fila en fila, y si alguna persona se hacía la distraída para no aportar, le pegaba un suave golpe con la bolsa en la cabeza para llamar su atención.

─Hijo, no te hagas el distraído, la casa de Dios necesita tu ayuda ─decía a modo de recriminación.

─Disculpe, Monseñor ─decía el feligrés aturdido y echaba mano a la billetera.

─Dios te pague, pero que no vuelva a suceder ─y proseguía su recorrido.

Algunas personas esperaban la terminación del rito religioso para hablar con el párroco.

─Monseñor, por favor ¿podría su Excelencia llevarle la comunión a mi mamá que está enferma? ─le pidió una mujer flaca, pálida y llorosa.

─Tengo el día ocupado con varios compromisos. No puedo ir; por favor, habla con otro sacerdote de la parroquia ─respondió el clérigo en tono amable.

La señora Rosario Regalado mantenía una relación cercana con Monseñor Realpe. Al finalizar  la misa dominical, cuando terminaba de atender a otros feligreses, se acercaba para pedirle un consejo o una oración y le entregaba una generosa dadiva.

Por su doble rol, Monseñor tenía días largos y congestionados. Al comienzo y al final del día celebraba misa, y atendía el despacho. A las tres de la tarde asistía a la reunión del Consejo con el obispo; también cumplía con compromisos académicos, porque era profesor de teología en el Seminario Mayor.

Vivía en un caserón a pocas cuadras de su iglesia, lo que le permitía desplazarse, de un lugar al otro, caminando por la acera empedrada. Las personas le cedían el paso, algunas se arrodillaban, le pedían la bendición o le besaban el anillo. Su casa era administrada por una hermana solterona, quien hacía las veces de ama de llaves y jefe de las personas de servicio. Ella era la  encargada del manejo de la casa, de atender visitantes y de coordinar la preparación del almuerzo para personas necesitadas que, por su condición social, no podían pedir limosna.

En la casa también alojaba a familiares que, por alguna crisis económica, habían tenido que cerrar su vivienda. Sin tener en cuenta el grado de consanguinidad, los familiares que vivían en su casa le decían tío. Les regalaba sotanas usadas para que confeccionaran con su paño uniformes para los sobrinos menores. Al comenzar el año escolar compraba, en la librería Victoria, útiles escolares para todos ellos. La gente reconocía su generosidad y espíritu caritativo; a veces, su hermana tenía que negar algunas peticiones porque, según decía, “la cobija no da para tanta gente”.

Al iniciar su rutina diaria, el canónigo encontraba, al frente de su casa,  dos caballos cargados con cantinas de leche, provenientes de su finca cercana.  De vez en cuando, también estaba estacionado allí el camión que, antes de ir a la plaza de mercado, descargaba algunos bultos de frutas de otra finca que tenía en clima caliente.

La fiel feligresa, doña Rosario, no pudo volver a misa por su edad y por el reumatismo, que le impedía caminar. Desde entonces, dentro de la agenda de Monseñor había una actividad diaria a la que asignaba la mayor prioridad: llevarle la comunión a Rosario, una acaudalada viuda, sin hijos. A las nueve de la mañana, con la majestuosa imagen del volcán a la vista, con vientos intensos y helados, Monseñor salía vestido con alba almidonada, bordada en oro, estola y bonete. En su mano portaba el copón con las hostias; lo acompañaba el monaguillo vestido también con alba quien, además de llevar los objetos litúrgicos, repicaba una campanilla para anunciar la presencia del Santísimo. Las personas se arrodillaban, se persignaban y hacían una reverencia a su paso, mientras el sacerdote repartía bendiciones.

Cierto día, un transeúnte al parecer profesional, por su vestido formal y maletín  de cuero, ignoró el paso del séquito y siguió derecho. El canónigo volteó a mirarlo y, casi a los gritos, le dedicó una diatriba con la que estuvo a punto de declararle la excomunión, por su falta de respeto ante el paso del Señor.

─Entienda, Padre, que yo no creo en su religión y no tengo por qué acompañar los rituales que los católicos acostumbran ─replicó el transeúnte.

Monseñor Realpe con las manos crispadas, las venas brotadas y casi echando llamas por la boca, le increpó a los gritos:

─¡Usted es el mismísimo diablo! Tiene que inclinarse y adorar a Dios, el ser supremo del universo. Por su incredulidad irá derecho a la paila más profunda y caliente de los infiernos.

El transeúnte ignoró la reprimenda y continuó su marcha. El sacerdote permaneció paralizado por unos segundos, tuvo que respirar profundo antes de reanudar la marcha. Las personas que se habían arremolinado para chismosear el regaño se dispersaron sin hacer comentarios.

A diario, al escuchar la campanilla, la empleada de doña Rosario ─que llamaban la de afuera, porque se encargaba de la limpieza, las compras y las diligencias─ corría presurosa para tener el portón abierto a la llegada de la comitiva. Monseñor Realpe se dirigía al oratorio pequeño, elegante, presidido por la virgen de Las Mercedes, oraba en voz baja antes de saludar a doña Rosario que, en ese momento, llegaba en la silla de ruedas empujada por la empleada. Luego de decir unas frases en latín a las cuales respondía el acólito, el canónigo la bendecía, le pedía que recitara la oración de preparación para recibir a Dios, le daba la comunión y le sugería que guardara unos minutos de silencio para meditar.

Después del rito, doña Rosario lo invitaba al comedor auxiliar en donde la otra empleada ─la de adentro, porque era la responsable de la cocina─ les ofrecía café con empanadas preparadas en casa, con la fórmula secreta de la patrona. Durante el desayuno, el pastor le hablaba a la anfitriona sobre las reparaciones urgentes que requería el templo: tenía filtraciones en la cubierta, requería limpieza y brillada de los adornos de oro y, además, necesitaba lavado general de la fachada. Le comentaba que las donaciones de los fieles eran pequeñas y apenas cubrían los gastos básicos de la parroquia. Doña Rosario se mostraba sorprendida porque creía que el templo tenía suficientes recursos. En el caso de ella, los ingresos de sus fincas eran una fuente importante de recursos, aunque la porción más significativa provenía de los inmuebles arrendados. Tenía el dinero suficiente para resolver las necesidades de la parroquia.

Pasare lo que pasare, sin importar las ocupaciones, la visita diaria del jerarca a doña Rosario se convirtió en algo impostergable. Si lloviznaba, pedía que un segundo acólito con un paraguas lo acompañara. Si llovía a cántaros, la señora Rosario enviaba a su conductor, en el Chevrolet 1950 convertible, para recogerlo. Después de compartir el desayuno, doña Rosario y el visitante se dirigían a la salita pequeña, reservada a las visitas de confianza, para recibir la asesoría espiritual. Monseñor le hablaba sobre apartes de la Biblia que sirvieran de base para sus reflexiones. Con frecuencia, esta visita se orientaba a fortalecer la fe, las virtudes, la riqueza interior que debería estar por encima de los bienes materiales. En algunas oportunidades, hacía alusión a aquel pasaje bíblico según el cual “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, a que un rico entre en el Reino de los Cielos”.

Una vez a la semana, el obispo y sus segundos se reunían en el palacio episcopal  para estudiar casos especiales o para solucionar requerimientos presentados por párrocos y feligreses. Al final el obispo pedía informes sobre las tareas de la semana anterior y asignaba nuevos trabajos. Al terminar la sesión, la gente los esperaba en la puerta para pedirles la bendición o recibir medallas benditas que sacaban de un bolsillo de la sotana.

A pesar de que el palacio episcopal estaba cerca de su casa, cuando el aguacero era torrencial el párroco llamaba al Zucho Viteri, su taxista de confianza, para que le hiciera la carrera y de esta forma proteger, tanto su humanidad como su fina indumentaria, de las inclemencias del tiempo.

Durante una de esas carreras, el Zucho le preguntó:

─Monseñor, ¿por qué no se compra un carro? Yo pienso que le serviría para sus labores.

─Hijo mío, los pastores de Dios no debemos aferrarnos a bienes materiales, estamos para guiar a los fieles hacia la vida eterna ─replicó el pasajero desde el asiento trasero─. Eso se logra con riqueza espiritual, los bienes materiales te alejan de Dios; además sólo visito lugares cercanos y el médico me ha dicho que caminar hace bien para mi salud.

El taxista pensó: «Cree que no sé toda la plata que tiene».

No delegaba la celebración de misas solemnes en las fiestas religiosas, bautizos o matrimonios de familias de la alta sociedad, que usualmente le entregaban donaciones generosas como agradecimiento por hacerles el honor de presidir la ceremonia. Los sábados a las cinco de la tarde, realizaba bautizos masivos; en esas ocasiones la asistencia era copiosa, al igual que la cantidad de billetes que llegaban al fondo de la bolsa de terciopelo vinotinto.

En las procesiones solemnes como Corpus Christi, la Ascensión y Semana Santa, el canónigo precedía el desfile; el obispo se ubicaba varios pasos atrás. Para esas ocasiones los jerarcas católicos lucían las prendas más finas de su ajuar, normalmente caminaban acompañados de autoridades civiles vestidas con saco leva y de militares con uniforme de gala. Cerraba el desfile el grupo de seminaristas, que para esa época era nutrido.

Doña Rosario tenía una relación lejana con sus dos hermanos y sus sobrinos, porque no se preocupaban por ella, ni le ponían atención. Cuando la visitaban, lo hacían para pedirle un favor, por lo general para sacarle dinero prestado o regalado. Las reuniones familiares estaban limitadas a los cumpleaños y la navidad. Los hermanos y los sobrinos la veían como una vieja engreída, que se sentía de mejor familia por haber heredado la fortuna de su esposo.

Un jueves de octubre, la agenda de la visita diaria a la señora Regalado cambió. En lugar de ir a la salita privada para la asesoría espiritual, pidieron al conductor que los llevara con discreción a hacer una diligencia; solo ellos dos conocían el destino. A las empleadas les pareció extraño, pero no se atrevieron a preguntar. El conductor, más tarde, les dijo que le habían prohibido contar a donde los llevó. Tardaron tanto en regresar, que al entrar doña Rosario ordenó a las empleadas servir el almuerzo porque Monseñor la acompañaría a la mesa.

Unas semanas después, el Obispo de la ciudad fue invitado a un sínodo en el Vaticano, al cual solamente asistían los cardenales; en este caso hicieron una honorífica excepción. El Obispo llevó como su asistente personal al canónigo Realpe para que manejara su agenda y sus documentos. Por esa época ir a Europa, desde una alejada provincia colombiana, era algo fuera de lo común y ser invitado por el Papa, un evento nunca antes visto. Por este motivo, en la catedral se llevó a cabo una misa solemne de acción de gracias, a la cual asistieron las personalidades de la ciudad.

Al regreso del viaje, monseñor Realpe adquirió una connotación especial y en la práctica se convirtió en el segundo a bordo en la diócesis; sus colegas le pedían consejo o autorización para desarrollar casi cualquier actividad. Sin embargo, la ciudad seguía tan tranquila y fría como siempre, los fieles devotos llenaban las iglesias, las misas, bautizos, confesiones y matrimonios se continuaban celebrando al ritmo del suave soplo de las costumbres.

El canónigo volvió a llevar la comunión a la señora Regalado a quien le trajo, como recuerdo, un rosario bendecido por el Papa. Durante los últimos meses, la salud de doña Rosario se había deteriorado, ya no iba ni al oratorio, ni a la salita privada porque permanecía en cama. Había perdido fuerza, su corazón palpitaba de forma lenta, se alimentaba sólo con líquidos y pasaba la mayor parte del tiempo dormida. El párroco continúo llevándole la comunión a diario y leyéndole apartes de la Biblia, aunque ya no intercambiaban ideas sobre su significado porque ella apenas podía balbucear unas pocas palabras.

Seis meses después, todavía las aguas del arroyo seguían corriendo tranquilas, pero una noticia llegada de Roma sacó a la ciudad del letargo. El canónigo había sido elevado a la categoría de obispo auxiliar de la diócesis. La ciudad lo recibió con regocijo, porque por primera vez un hijo de su territorio obtenía esa dignidad.

Con pequeños cambios en su indumentaria, ya que ahora usaba capa y solideo morados y con responsabilidades adicionales, su vida se volvió más agitada porque quiso permanecer como párroco de la iglesia que había sido el centro de su vida durante largos años.

Un sábado a las seis de la tarde, justo cuando terminaba los bautizos semanales, el conductor de doña Rosario llegó angustiado. Le pidió al obispo auxiliar que, por favor, saliera de inmediato con él porque su patrona se encontraba grave. El religioso tomó los santos óleos de los enfermos, se colgó una estola y salió apresurado.

Cuando llegó, doña Rosario estaba inconsciente, casi no se percibía su respiración. Las empleadas dijeron que el médico le había dado pocas horas de vida y había recomendado cuidarla en casa, porque hospitalizarla no serviría para nada. El sacerdote elevó unas oraciones en latín, le dio la absolución y le aplicó la extremaunción. Invitó a las empleadas y al conductor a rezar con él por la salud y el alma de doña Rosario y se retiró, con su rostro alargado y los ojos encharcados.

En la madrugada, el alma de doña Rosario levantó el vuelo al más allá. Las empleadas tenían instrucciones claras para afrontar la situación; coordinaron lo necesario con la funeraria, informaron el hecho a familiares y amigos. El obispo auxiliar organizó honras fúnebres solemnes con misa concelebrada por tres sacerdotes acompañados por el coro de la iglesia. La asistencia al funeral fue reducida, por las ya conocidas relaciones con su familia y porque la difunta era persona de pocos amigos.

Los hermanos dejaron pasar unos días prudenciales antes de ir a la casa de doña Rosario a buscar los documentos para iniciar la sucesión. Las empleadas les comentaron que doña Rosario había ordenado, antes de morir, que la entrada a la casa y las decisiones relacionadas con sus bienes debían ser autorizadas por monseñor Realpe. Los hermanos salieron furiosos, con su ego humillado; de inmediato pidieron audiencia con el obispo auxiliar.

Monseñor los recibió en su despacho de forma cordial y les informó que doña Rosario le había pedido coordinar una reunión con el notario primero para que, en presencia de las personas que ella indicó, leyera su última voluntad. La noticia sorprendió a los hermanos, quienes ya habían empezado a hacer cuentas y a girar sobre su parte de la herencia. Si había testamento, era probable que ellos no fueran los únicos herederos.

El martes a las once de la mañana, el Notario Primero citó a los hermanos, a monseñor Realpe, a las empleadas y al conductor, para leer el testamento de doña Rosario. El secretario instaló la reunión, comprobó la asistencia de todos los convocados y procedió a dar lectura al documento, que después de las cláusulas legales de rigor, decía:

“Dejo las joyas de nuestros ancestros a mis hermanos para que las distribuyan por partes iguales. Estas piezas por su tradición familiar, tienen un valor sentimental invaluable.

«Mi casa de habitación, ubicada en la carrera 27 con su mobiliario y dotación,  será propiedad de las dos empleadas que me acompañaron toda la vida, Pastora Timaná y Soledad Buesaquillo. Espero que ellas, con sus habilidades culinarias y mi fórmula secreta, constituyan una fábrica de empanadas que les permita llevar una vida digna».

«Para Jacinto Muñoz, el conductor, destino las dos camionetas de las fincas, para que siga trabajando en su oficio y mantenga a su familia.»

«Las casas y los lotes en la ciudad (según relación adjunta) serán propiedad de la diócesis para que continúe con las tareas de evangelización que desarrolla».

«Las dos fincas, la de clima frío y la de clima caliente, al igual que los títulos valores e inversiones financieras (detalladas en la relación anexa), las destino a  la parroquia de San Juan, en apoyo a su labor apostólica».

«El automóvil convertible, marca Chevrolet, pasa a ser propiedad de Monseñor Realpe, para solucionar sus problemas de transporte»”.

Camilo Eraso – Mayo 2023

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