Pasto, una Bogotá chiquita

Por: Omar Raúl Martínez Guerra

Para tener una idea aproximada de las diferencias -y también de las semejanzas – entre las dos ciudades, nada mejor que acudir a los números: mientras que San Juan de Pasto tiene aproximadamente 500.000 habitantes, Bogotá tiene 8 millones, es decir, unas 18 veces más cuantiosa. El área geográfica de la primera es de 1.181 kilómetros cuadrados, contra 5.235 de la capital colombiana, en donde además se movilizan diariamente entre 600.000 y 1.200.000 motos y 2.400.000 automotores, más 800 operaciones aéreas por día en el aeropuerto El Dorado, versus 170.000 motos y 70.000 automotores más unas 24 operaciones en el Antonio Nariño

 Para resumirlo, Pasto cabría físicamente unas 18 veces en la sabana, en tanto que Bogotá no podría hacerlo en el prodigioso y mágico Valle de Atriz, a menos que se extienda hacia el sur llegando desde Daza hasta poco más abajo de Yacuanquer.

Lo anterior no tiene ningún significado, más allá del conocido tropicalismo de los colombianos que se vanaglorian de haber nacido en la ciudad con el edificio más alto del país y bobadas similares. Igual, uno puede ser más feliz habitando un lugar de casas de teja con materas floridas de verbenas y tulipanes, un providencial riachuelo al frente, y limonarias y cafetales alrededor haciendo sombra en tiempos de calenturas extremas, atrás de una montaña, viendo pasar su destino mientras observa la travesía de una vaca, dos gallinas, una oveja descarriada y algún perro somnoliento del vecindario.

Llevamos la de perder en el sur en cantidad y calidad de parques y arborización, o “individuos arbóreos” como los denominan ahora los ingenieros forestales. Las zonas verdes son demasiado escasas en el casco urbano y los árboles prácticamente insignificantes en el municipio que se disputan don Lorenzo de Aldana y don Sebastián de Belalcázar. Escasez infame, a pesar de que la alcaldía anterior prometió la siembra de un millón de árboles que figuran tan solo en el Plan de Desarrollo Municipal, que en el papel resultó ser el mejor plan a nivel nacional.

En materia de lenguaje, nos entendemos a la perfección unos con otros, aun cuando tengamos notables diferencias en asuntos de acento y dialecto, sobre todo por los singulares giros verbales que acostumbramos en el sur, en donde no se dice espérese sino “esperarase”, ni tampoco un me cuentas sino “contarasme”. Eso sí, nada más cortés, respetuoso, decente y cariñoso en tiendas y almacenes que la empleada que le atienden con un amable “mi señor”, “mi señora”. Y nada mejor para un visitante foráneo que la calidez humana de antología con la que le tratan en el Valle de Atriz.

Pero hay dos factores importantísimos en que las dos ciudades mantienen una peculiar milimetría: el clima, cuyo promedio es de unos 14 grados centígrados, y la altura, en la cual, como si fuera poco, Bogotá está unos pocos metros más arriba del nivel del mar, 2640 metros, contra 2527 de Pasto. ¡113 de diferencia ¡Pero ambas estamos “más cerca de las estrellas” que el resto de colombianos! En lo concerniente con montañas, ésta última se encuentra al pie del regio Volcán Galeras, en tanto que la otra al pie de unos hermosos cerros, los de Monserrate y Guadalupe. Algunos curiosos creen, váyase a saber, que en uno de estos cerros se esconde un volcán inactivo y sin nombre. ¿también lo predijo Humboldt?

No cabe duda alguna de las diferencias en los números, excepción hecha del clima y la altitud. Seguir mencionándolas no tiene mayor objeto que la simple distracción, aunque ello no conduzca a nada más allá de desanimar a quienes todavía quieran migrar a los centros urbanos,  para vivir sabroso.

Así que cuanto pueda resultar atrayente no son las diferencias, sino las similitudes. Para intentar explicarlo, es preciso valerse del contexto actual en el campo de la información y las comunicaciones. Cuando apareció la radio, las distancias se acortaron. Con la televisión, muchísimo más. En los años noventa, con el Fax, parecía que los unos vivíamos al lado de los otros, porque una carta que demoraba por correo ordinario una semana de una ciudad a otra, el Fax llegaba en el mismo instante en que se emitía. Pero la verdadera revolución, sobraría recordarlo, surgió con el Internet, que acabó con todas las distancias posibles en el planeta tierra. Y con todas sus aplicaciones: hablar por video llamada desde cualquier lugar del mundo en el momento real y exacto fue una locura a la que nadie hoy en día le para bolas. Lo hará el día en que llegue a colapsar en el mundo entero el internet.

En cuanto al tiempo y las distancias físicas, por avión bastan 50 cómodos minutos de vuelo, así que más se gasta en llegar en taxi desde la casa al aeropuerto El Dorado, que el avión desde éste al Antonio Nariño. En cambio que, por tierra, al contrario, empeoramos: hace 40 años un bus Bolivariano gastaba 26 horas. Hoy lo puede hacer, con suerte en 22, mientras no haya toma de la Panamericana o derrumbe en la Linea, sin contar con el tedioso ingreso por Soacha. Aun así, la dirigencia regional busca una doble calzada de Pasto a Popayán en lugar de luchar por la conexión lógica hasta Mocoa, para acceder en un brinco de 12 horas a tierras de Cundinamarca, pasando por Pitalito, Neiva y Melgar sin atravesar montañas.

¿Cuáles son entonces las actualizadas similitudes entre una y otra ciudad?  Dos o tres días recorriendo a Pasto por estos días son suficientes para encontrarlas. Los lamentados “trancones” vehiculares son el pan compartido, con la sola diferencia en que en provincia pueden alcanzar los 200 metros, en la capital colombiana son normales de 2 kilómetros. El punto en común es la impaciencia y el malgenio de los conductores, agravado paradójicamente en Pasto, en donde el conductor jamás le da prelación al peatón que con su familia intenta, angustiosamente, pasar de un lado a otro en la avenida Panamericana, al salir de Unicentro. El dueño del automotor aquí, en Pasto, es el rey, y el peatón un nadie. Y el espanto de su bocina impúdica se lo hace saber. Claro está, nunca se ha hecho siquiera una campaña ciudadana para educar al conductor, si es que educarlo sea aún un logro posible. Cosa rara, en Pasto pitan más que en Bogotá.

Parquear en el sitio exacto en donde hay un letrero que prohíbe hacerlo es un rasgo cultural aquí y allá. Si es en vía principal o arteria, mucho más, de manera que movilizarse en santa paz por calles y avenidas siempre será una molestia. Los muchachos limpiavidrios en los semáforos son plenamente compartidos. Los ladrones de carteras y celulares más. Ni que decir de los motociclistas que sin control alguno serpentean entre transeúntes nerviosos y choferes afanados. La ocupación perniciosa del espacio público para ventas callejeras es la misma, así como los precios, que son competitivos.

Hay dos cosas que llaman la atención: el aseo de la ciudad de Pasto es sobresaliente, así como el buen estado de sus vías pavimentadas, no así en Bogotá, en donde los huecos pululan por doquier y el control del aseo en ciertas zonas como San Victorino, es deplorable.  Pasto, hasta donde se conoce, no tiene invasiones. En Bogotá, unos 2 millones de migrantes sobreviven en ellas.

Más allá de las diferencias, las semejanzas  me han dado a entender las razones por las que un amigo pastuso, maestro en bellas artes, a la sazón pintor, cantor y excelente lector, quien duró en Bogotá 30 años, dos meses, doce días, cuatro horas y veintiséis minutos antes de coger su guitarra, sus  acuarelas y sus corotos  para irse a vivir por siempre  en las afueras de Buesaco, al norte de Nariño, no solamente no quiere saber nada más de Bogotá, la ciudad que lo acogió con los brazos abiertos, ni tampoco quiere saber nada de su natal Pasto, pues ambas , según me cuentan, son  hoy  para él unos ayuntamientos ruidosos plagados de edificios y carros cuyos ocupantes  se mueven con el afán de quienes aseguran  que el fin del mundo está ya  muy cerca, por lo que madrugan a los centros comerciales, antes de que las promociones de navidad  se agoten.

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