Impredecible

Por: José Luis Chaves López

Cansada de la vida que llevaba hasta ese momento, una señora decidió buscar ayuda profesional. Pero, al ver su apariencia nadie le prestaba mayor atención y su angustia se hacía cada vez mayor. Después de ser enviada de una oficina a otra y de un asesor a otro al fin le fue asignada una cita con un médico.

El día previsto se presentó muy puntual y después de unos minutos de espera fue llamada al consultorio. Ese tiempo previo le pareció eterno, tuvo que soportar las miradas insidiosas y los comentarios de mal gusto de otros pacientes sobre su apariencia y lo maltrecha que se veía.

Cuando ella ingresó, el doctor Bill, el psiquiatra, no pudo dejar de sorprenderse, era la primera vez que atendería a una paciente de estas condiciones. Sin embargo, él era un profesional y no sería menor a la exigencia. La invitó a sentarse, se presentó y se dispuso a escucharla.

«Mi situación es terrible», comenzó diciendo la señora. Y no pudo contener el llanto. Mientras las lágrimas iban brotando su aspecto cambiaba y empezó a correrse de su cara lo que parecía maquillaje, pero que terminó por ser sólo mugre acumulada. Tenía marcas como de quien ha sido lanzada contra algo duro muchas veces, había raspaduras y una que otra huella de una sustancia como oxido (?). Cuando se arrellanó en el sofá no pudo contener un gesto de dolor, su costado izquierdo estaba magullado.

Luego de tranquilizarla, el doctor Bill le pidió que continuara. «Desde que salí a la luz no he podido tener un día de tranquilidad, que digo un día, ni siquiera un momento. A mis padres no los conocí, sólo recuerdo a mis hermanas, todas iguales, amontonadas y apretujadas unas contra otras. Somos todas mujeres, dos hermanas mayores que yo y dos menores. Somos tantas que era necesario contarnos para saber que estábamos completas y eso era una y otra vez y para una cosa u otra». Se secó otra lágrima y continuó, «cuando alguien que ni siquiera conocía quería algo, nos contaban y pasábamos de una mano a otra».

El psiquiatra no salía de su asombro por lo que escuchaba, pero al mismo tiempo hacia grandes esfuerzos por contener una expresión de desconcierto y no parecer falto de profesionalismo (o de madurez). Para mostrar interés preguntó, “¿y qué pasó con sus hermanas?» La respuesta tardó un poco y la señora respondió: «no sé qué fue de todas ellas, en ocasiones me encuentro con algunas, pero las veo tan diferentes, tan manoseadas, tan rodadas por la vida, que casi no las distingo. Si yo estoy mal, ya se puede imaginar cómo estarán ellas, sobre todo las dos más pequeñas, las dos más grandes no la pasan tan mal, en algo son apreciadas, especialmente por los niños, cuando ellos quieren algo mis hermanas mayores siempre les ayudan». “Mi vida es un desastre. Es más, imagínese que, para poder distinguirnos, nos marcaron; a las más pequeñas les hicieron un oso, a las siguientes un frailejón. A mí, por ejemplo, me marcaron con una guacamaya y eso me perece denigrante. Con mis hermanas mayores también lo hicieron, a una con un árbol y a la más grande con una tortuga”.

«Y esa situación se dio desde el comienzo de su vida?» dijo el doctor. «Que yo recuerde, eso fue desde el inicio”, contestó. “Mi primer recuerdo se remonta a sentirme cayendo y terminé en una caja, hacía mucho calor, estaba incómoda, aunque me sentí segura. Después me enteré que ponernos en una caja, a veces en una bolsa, era una costumbre de quienes nos cuidaban para protegernos de que alguien con extrañas intenciones pudiera apropiarse de nosotras».

Y como el psiquiatra no hizo ningún gesto para detenerla, continúo, «al poco tiempo comencé a ir de un lugar para otro; no había día en que no cambiara 5 ó 6 veces de lugar. Algunas personas que conocí me trataban con cariño, pero otras me despreciaban y después de mirarme con desdén me dejaban en cualquier sitio, a veces durante días enteros, hasta que alguien, casi siempre un niño me recogía, me juntaba con algunas de mis hermanas y decía: ‘a ver si me sirve para algo’. Ya se puede imaginar mi sentimiento, creía que no se podía esperar mayor desprecio».

«Y no fue así»? preguntó el médico. «Por supuesto que no», respondió la señora, «con decirle que a veces me usaban para ajustar puertas o para apretar tornillos». Ya para este momento el psiquiatra había cambiado de posición en su asiento varias veces y de la expresión fría y profesional del comienzo de la sesión ya casi nada quedaba. Estaba perplejo, pero aún faltaba por escuchar mucho más.

Luego de secarse las lágrimas por cuarta o quinta vez, la señora siguió narrando apartes de su existencia. “Para poder llegar hasta aquí fue toda una odisea, nadie quería transportarme si no venía acompañada de varias de mis hermanas, y eso no era posible pues todas tienen sus propios problemas, las personas que me veían decían: `aquí falta´ y vuelva para abajo del vehículo y así varias veces, hasta que alguien me recogió de donde estaba tirada en la calle, me juntó con algunas de mis hermanas y así pude llegar”.

“Doctor, tiene que ayudarme. Ya no soporto más esta sensación de desprecio y minusvalía. Casi todos los que me conocen dicen de mí: `no sirve para gran cosa, déjala por ahí´. `Más es lo que estorba que lo que sirve´. `Es más el bulto que hace que lo que ayuda´. Muchas veces hice el esfuerzo por superarme, pero siempre me encontraba con la misma respuesta y la misma actitud: `usted es lo que es y nunca podrá ser más que eso´. No he podido cambiar de apariencia y creo que eso es lo que hace que la gente me vea como tan poca cosa”.

Y como las lágrimas volvieron a aparecer y la voz se le quebró no pudo continuar narrando más de lo trágico que le había sucedido en su corta vida. Sin embargo, el psiquiatra lo intuyó, pues en su frente estaba tatuada la fecha de su nacimiento, ¡hasta eso habían hecho con ella! Después de calmarse suplicó, “ya no más, ayúdeme por favor, usted es el único que me ha escuchado. Si no es así, le aseguró que salgo de aquí y desaparezco, soy capaz de tirarme por una alcantarilla y perderme para siempre”.

Para este momento, el médico no sabía qué decir ni cómo decirlo. La amenaza de la señora iba en serio. Hizo un esfuerzo por parecer lo más ecuánime posible, la había escuchado atentamente y ya era suficiente de tanta desgracia, había que poner final a esta situación, por eso tomando aire el psiquiatra concluyó, «es una situación muy triste la suya, miss Coin, pero no es posible ayudarla… usted es una moneda y más triste todavía… de apenas doscientos pesos».

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