Juan Agustín (primera parte)

 

Amanecía en Villaviciosa de la Concepción*. Las primeras luces del 25 de agosto de 1780 hacían su aparición precedidas de los vientos propios de la época en esta región. En la familia de los Agualongo Sisneros nadie había podido dormir esa noche; las ventanas y puertas de madera crujían al embate de los vientos fríos que bajaban del Volcán Morasurco. La casa, situada en el sector de Hullahuanga (en lengua quechua: ´gallinazo real´) y levantada muy cerca de donde confluían los ríos Blanco y Azul recibía, con toda su fuerza, los embates de la naturaleza. Pero, no fue el viento la causa del desvelo de quienes habitaban esta casa. Durante la noche, todos corrían presurosos por ella, llevando infusiones aromáticas, paños limpios y agua tibia que vertían en tinajas para mantener cálido el ambiente, pues doña Gregoria estaba en proceso de parto. Estaba próximo a nacer el primogénito de don Manuel y el nerviosismo de todos se podía palpar.

Desde la víspera, a doña Gregoria le comenzaron los dolores y misia Alejandrina, la partera, había sido llamada para que la atendiera. Con voz curtida por la experiencia de los años, daba órdenes que se sucedían una tras otra y todos, prestos a cumplir con sus indicaciones, iban de lado a otro con expectación, pero con total aceptación de la sabiduría ancestral de la partera.

El momento llegó y nació un niño; don Manuel saltaba de alegría, pues era lo que él más deseaba: un varón. Por su parte, doña Gregoria, con profunda fe, repetía a quien le preguntara: “será lo que Dios quiera”. Ella era descendiente de españoles y vino a esta ciudad con los misioneros enviados por el Rey Fernando VII y después de conocer a quien sería su esposo nunca más quiso regresar a España. Por el contrario, don Manuel era indio y, junto con su pueblo de los Pastos, aceptó la doctrina católica y por ejemplo de su esposa, se hizo muy cercano a la Iglesia. Y, aunque no lo decía abiertamente, para no contradecir a doña Gregoria, deseaba profundamente un hijo varón.  Pero, con total confianza en Dios repetía al igual que su esposa: “será lo que el Taita Dios quiera”. En medio de las angustias del proceso del parto, se escucha gritar: ¡es un varón, es un varón! Y, nació un niño, indio, prieto y enjuto como el padre. La familia Agualongo Sisneros tiene un descendiente que prolongue el particular apellido de don Manuel; ahora él ya tiene un vástago quien continúe su estirpe.

Doña Gregoria muy pronto se recuperó de las incomodidades del parto y, más prontamente aún, volvió a sus ocupaciones como matrona de su casa. Al día siguiente lo primero que hizo fue enviar a su esposo donde el Padre Miguel Ribera, párroco de la Iglesia Matriz de San Juan Bautista. Era necesario bautizar a su hijo y, de acuerdo con la tradición religiosa, debía ser tres días después del nacimiento. Don Manuel acordó con el Padre Ribera que el bautizo sería el jueves 28, fiesta de San Agustín. Por los afanes del parto a nadie se le había ocurrido pensar en un nombre para el niño. Cuando llegaron al Templo, la madrina, doña Catalina Pérez insinuó, que como la Iglesia es la de San Juan Bautista, el niño debía llamarse ´Juan´. El Padre Ribera completó el nombre mencionando que ese día, 28 de agosto, era la fiesta de San Agustín. Y, así lo llamó: Juan Agustín. Durante la ceremonia le recordó a la madrina sus deberes de educar en la fe a su ahijado. Al mismo tiempo y para cumplir con los preceptos sagrados fue confirmado, su padrino, don Salvador Zambrano, aceptó gustoso sus responsabilidades católicas. Compartir compadrazgo con la familia Agualongo Sisneros es un honor y, así, se lo dijo a don Manuel. El Padre Ribera anotó en el Libro de Bautizos: “bauticé, puse óleo y crisma a Agustín de tres días de nacido, hijo legítimo de Manuel y Gregoria”.

La fiesta que siguió fue grandiosa. Invitados, por igual, los españoles y los indios, quienes convivían en paz y se profesaban mutuo respeto. Para el festejo, todo estaba preparado: los cuyes y las papas, el mote y las habas con queso y para “bajar” hervido de frutas. El aprecio que se tiene por esta familia se evidencia en la cantidad de gente que llegaba a la casa. Esta era enorme, de acuerdo con la posición económica de los Agualongo Sisneros, pero durante esos días parecía pequeña por tantos que iban y venían y más parecía una romería que una fiesta de bautizo. Y, al igual de lo que sucedió con Juan el Bautista, todos comentaban: “¿qué irá a ser de este niño?”

Eso fue premonición. Pronto comenzó a dar muestras de su gran inteligencia, su facilidad para aprender y su don de palabra. Como sus padres tenían los suficientes recursos económicos y, aunque no era la costumbre, su madre le consiguió un preceptor para que le enseñara a leer y a escribir. Y, como mujer piadosa y religiosa, le enseñó a conocer a Dios y a respetar al Rey, al fin y al cabo, ella es española y con su ejemplo le mostraba que el Rey es el representante de Dios en la tierra.  Esta enseñanza caló profundamente en su espíritu, como luego sus acciones lo demostrarían. Agustín pasaba mucho tiempo en casa de su maestro y también en el Monasterio de las Hermanas Concepcionistas. Un tiempo después, por el aprecio que los españoles tienen a esta región de los Pastos, llegaron a la casa de las religiosas, desde Quito, pintores especializados en óleo y abrieron una escuela de artes y oficios. Él aprovechó la ocasión para aprender este arte y, como en todo lo que hacía, se destacó en esta labor y pronto abrió su propio taller.

Conocido y apreciado por todos sus vecinos y, aún más, por las religiosas, se destaca como hombre culto, piadoso como ningún otro y fiel al Rey, a quien aceptaba como “representante de Dios”, como su madre le había enseñado, y a quien le debía lealtad, como él mismo decía. Hacia sus veintiún años tomó la decisión de casarse. La elegida fue la señora Jesús Guerrero y contrajeron matrimonio el 28 de enero de 1801, en la misma iglesia donde fue bautizado. Una niña, a quien llamaron María Jacinta, le nació a esta pareja. Sin embargo, la relación no funcionó como ellos, y las respectivas familias, lo deseaban y, pocos años después, Juan Agustín y la señora Jesús tomaron la decisión de separarse. Se divorciaron legalmente y le solicitaron al Arzobispo de Quito, de quien dependía Villaviciosa de la Concepción eclesiásticamente, que anulara el matrimonio Agualongo Guerrero.

Como Juan Agustín era una persona de buena posición económica, este proceso pudo hacerse legalmente, porque los costos que implica la nulidad eran elevados, dado que los documentos, que sustentan la solicitud, deben ir y venir de Quito y eso implica pagar a quienes les sirven de correo. Como hecho paradójico, eclesiásticamente esta ciudad pertenecía al Arzobispado de Quito, pero civilmente estaba regida por el Virreinato de Popayán. Esta división generaba problemas porque cada jurisdicción quiere aprovecharse de sus habitantes cobrando impuestos y prebendas para beneficio propio.

Tiempo más tarde y como respuesta a la solicitud, el líbelo de divorcio llegó desde el Arzobispado y la separación fue un hecho; sin lugar a discusión, la madre se hizo cargo de la hija y Juan Agustín, sin las responsabilidades que implicaba la vida matrimonial y como hombre culto que era, se ocupó de perfeccionar su arte como pintor al óleo, actividad en la que se volvió un experto.

Pero, la vida apacible de la que quería disfrutar se vio truncada por los intereses económicos del gobierno de Quito desde el sur y los libertarios de Colombia desde el norte, en cabeza de Bolívar. Desde el sur avanzaron hacia Pasto las milicias ecuatorianas para apropiarse del tesoro en oro que se custodiaba en la ciudad para ser enviado al Rey de España. Desde el otro lago geográfico, y al mismo tiempo, Bolívar envió a sus esbirros con las mismas intenciones. La violencia de los desafueros contra el pueblo pastuso caló profundamente en el espíritu de Juan Agustín y, aunque ha pasado el tiempo, aún sigue viva en la memoria de quienes amamos esta tierra.

Los ejércitos invasores destruyen el Convento de Santo Domingo, donde se guardaba el oro, para apropiarse de él. Esta profanación golpea el espíritu de Juan Agustín y él se siente tocado en su fe y en su lealtad al Rey. El templo es casa de Dios y el oro es para su Rey y esta afrenta no podía quedar impune. Como respuesta a esta situación se alista como voluntario en el ejército realista y es aceptado como soldado raso en el Cabildo Justicia y Regimiento de la ciudad de Villaviciosa de la Concepción, perteneciente al Virreinato de Popayán, el 7 de marzo de 1811. Fue asignado a la Compañía Tercera de Milicias bajo el mando del Capitán Don Blas de la Villota.

Como consecuencia de esta incorporación al ejército realista por parte de Juan Agustín, su exesposa decide quitar del nombre de su hija el apellido ´Agualongo´, porque, para ella, sonaba a traición. No quería que su hija cargara con esa ´ignominia´. Esto terminó por decidir al caudillo pastuso para que dedicara toda su capacidad, esfuerzo y tiempo a luchar contra Bolívar y su ejército. Y así sucedió, aunque la historia ´oficial´, y los seudo historiadores, lo borraran de la historia que se enseña en las escuelas.

Desde el inicio de su vida militar, se especializa en la estrategia de guerra de guerrillas y pronto es reconocido por su valentía, arrojo y capacidad de liderazgo en el campo de batalla. El 20 de septiembre de ese mismo año se enfrenta a los quiteños que invaden Pasto. Por su desempeño en el combate fue ascendido a cabo. En 1812, el 13 de agosto, lucha contra las fuerzas del capitán patriota Juan María de la Villota y luego de la batalla de Catambuco es ascendido a sargento.

Tras la victoria del ejército realista en la batalla de la Cuchilla del Tambo, en 1816, Juan Agustín es ascendido a subteniente. Con esta acción retorna la paz a esta región de los Pastos. Entonces, el Virrey Sámano, que en ese momento gobernaba en nombre del Rey, en Santafé de Bogotá, lo llama para que lo acompañe en una misión oficial en esta ciudad. Luego de cumplida ésta, Sámano, como gratitud por sus buenos oficios, le otorga el título de teniente.

Durante tres años, de 1816 a 1819, la fuerza realista domina a los ejércitos patriotas; pero, el 7 de agosto de este último año, Bolívar derrota a los realistas en el Puente de Boyacá. A partir de este momento, la Corona española comienza a aceptar su derrota, situación que no está dispuesto Juan Agustín a aceptar. Por el contrario, a partir de este momento emerge su verdadero espíritu, feroz, noble y leal y comienza a destacar por sus acciones bélicas a través de su consabida estrategia, causando graves daños en el ejército y en la moral de los soldados republicanos.

En 1820, después de la campaña bélica en Ecuador, a la que lo llamó a participar el presidente de la Audiencia de Quito, Melchor Aymerich, Juan Agustín es ascendido a capitán y ahora combate bajo las órdenes del coronel Francisco González. Para ese momento, hace parte del Batallón de Dragones de Granada. Como siempre sucede en su vida, prontamente se destaca por sus acciones militares y el mismo año es reconocido por esto y ascendido a teniente coronel.

En 1822 vuelve a Colombia con este rango y bajo el mando del español Benito Boves, Agualongo “declara la guerra” a la, ahora, República de Colombia, y lo hace en “defensa de la religión católica y en defensa del Rey Fernando VII”. En junio de 1823 y, más experto que nunca en la guerra de guerrillas dirige la retoma de Pasto hasta recuperarla de nuevo. Pero, para mantenerla libre, no cuenta ni con los hombres, ni con los recursos suficientes, pero aun así continúa la lucha de forma tenaz. Su astucia y capacidad militar hizo que Santander, que fungía como responsable del gobierno republicano, mientras Bolívar avanzaba hacia Pasto, para “encargarse personalmente de este indio”, le enviara una carta conciliadora en la que le ofrecía “una paz decorosa”. Juan Agustín la desestima, porque considera que “es más digna una lucha por los ideales que una paz arrodillada”.

El solo nombre de Agualongo genera terror en los soldados del ejército patriota, pues su coraje en el combate le dio fama de imbatible. Y, muchos de ellos, preferían rendirse que enfrentarlo. Sabían de su honor con el caído. Su antiguo compañero en la lucha, y quien luego lo traicionó, así lo refiere, en sus propias palabras: “Agualongo había sido demasiado grande en su teatro, tanto por su valor y constancia, como por la humanidad que había desplegado en competencia de tantas atrocidades ejercidas contra ellos” **. Por eso él nunca se rebajó a actuar contra los patriotas como ellos sí lo hicieron contra los pastusos. Al contrario, se portó como el hombre noble y leal que siempre fue. Las palabras de Agualongo deberían grabarse en los manuales de guerra: “Yo pude haber manchado mis manos con la sangre de aquellos desgraciados en un tiempo en que era mayor el lucimiento cuanto era mayor la matanza, pero no quise igualarme a los bárbaros que hasta hoy se jactan de haber bebido el hombre rendido” (sic)

Cuando se escucha esto, la comparación no puede dejar de hacerse y el asesino Bolívar aparece en la memoria. “Hay que destruir a este pueblo hasta en sus cimientos”, y eso le ordena hacer a su amigo Sucre. Y fue, precisamente, Agualongo quien con sus acciones evitó que esto sucediera.

Nunca ha sido reconocido como un prócer de Colombia. Ese título se lo adjudican a los libertarios patriotas, aunque de nada nos hayan liberado. Por tanto, si Agualongo no es “prócer de la libertad”, si lo fue de la rebeldía de un pueblo fiel, leal a su palabra y dispuesto “a morir por la Religión católica y por el Rey de España”.

Notas: * Primer nombre que recibió la ciudad de Pasto.

           ** José María Obando

Juan Agustín Agualongo Sisneros murió fusilado el 13 de julio de 1834 sin saber que el Rey Fernando VII lo ascendió a Brigadier General de los Ejércitos del Rey.

Este título nunca más fue otorgado a un militar no nacido en España.

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