Añoralgia

Por: Camilo Eraso

Retrocedo la película hasta el comienzo. En el espejo retrovisor de mi vida, contemplo las escenas, en cámara lenta, de los ya largos años de mi existencia. Desde la comodidad de mi asiento observo el devenir por caminos incrustados en la naturaleza andina con sus variados matices de verdes, sus flores multicolores y el murmullo de cascadas cuyas aguas se deslizan impetuosas. Los trayectos han transcurrido a veces por días con sol radiante y, en otras ocasiones, por atardeceres con lluvia inclemente y una que otra tormenta. Tras la ventana se cruzan los rostros sonrientes con quienes compartí la infancia y la adolescencia y de aquellos que, desde entonces, han sido los amigos del alma.

La vida se asemeja a una carrera en la cual aparecen, de forma imprevista, escollos al igual que disyuntivas y conflictos entre prioridades. Ahora puedo constatar que la ruta no ha sido plana, ni recta. He transitado por curvas, ascensos y descensos como los que percibimos en la más excitante montaña rusa.

En ocasiones, le he arrebatado a las afugias diarias -generadas por las actividades laborales, familiares y personales- un espacio para reflexionar sobre lo acontecido y lo logrado hasta el momento. Ahora, he llegado a un período tranquilo, en el cual realizo aquellas actividades que siempre quise, pero para las cuales no tenía suficiente tiempo.

            Viví una infancia feliz en la tranquila y adorada ciudad de Pasto. Jugué futbol en el pavimento, con los vecinos de la cuadra; monté en bicicleta en las calles y en el parque infantil, en donde también practiqué variados juegos. Compartí con niños de diferentes niveles socioeconómicos porque no existían los estratos, ni había exclusión de ninguna clase. Gocé del afecto de mis padres y familiares y degusté la comida típica elaborada por manos colmadas de afecto.

Al llegar la adolescencia, cambié los trompos, las canicas y los camiones de madera por el gusto y la atracción de las chicas, la vida social, la rumba y otros temas que inquietan a los jóvenes. A la par con los objetivos académicos, deportivos y sociales, nacieron otros frentes de acción que me apasionaron: ayudar a quienes llegaron al mundo con menos oportunidades, solucionar necesidades de las familias de los reclusos, mejorar condiciones de vida de los campesinos de Anganoy –un corregimiento cercano a mi ciudad-, debatir posiciones ideológicas  a través del periódico En Marcha y de programas en la Voz de la Amistad y la Emisora Mariana, conducir conferencias en variados entornos y realizar labores en pro de la ética de la sociedad. Logramos conformar un equipo de muchachas y muchachos comprometidos y entusiastas que alcanzamos pequeños pero gratificantes logros.

            Al tener el diploma de bachiller bajo el brazo, coroné una meta, cerré un capítulo y, al mismo tiempo, visualicé un panorama que, hasta ese momento, no había mirado a fondo. La selección de una carrera universitaria trajo, como consecuencia, la fijación de metas de mediano y largo plazo y la determinación de mis objetivos personales. Se abrieron en mi mente las puertas hacia un incierto sendero desdibujado por la neblina de la incertidumbre y las posibles encrucijadas.

            Dejé atrás las travesuras, las rumbas con los cómplices de juventud y la grácil silueta de las chicas que aceleraban mi corazón. Guardé en mi mente el paisaje tapizado con el “verde de todos los colores” –de Aurelio Arturo-: la laguna de La Cocha, el Santuario de Las Lajas, el Arco y el Morro de nuestro bravío Pacífico, las peculiaridades de los pueblos alrededor del Galeras. También dejé en la distancia, el sabor del cuy, del añejo, de la poleada, de las pastas de la Alsacia y del frito con choclos, habas y ají de maní. Quedaron a un lado las murgas, las carrozas y la música festiva de los carnavales, el aguardiente Galeras y muchas cosas más que sería interminable enumerar.

            Para un adolescente, el traslado de una pequeña ciudad de provincia a la gran urbe capitalina era como lanzarse a un inmenso vacío. Aparecía ante mis ojos un tablero lleno de incógnitas. A mitad de los años sesenta del siglo pasado, la capital del país tenía una población quince veces superior a la de mi ciudad. Me encontré con amplias avenidas, imponentes edificios, variados medios de transporte y, sobre todo, una inmensa masa de gente lejana y desconfiada, una realidad opuesta a lo que veía en la calle 18 o la carrera 25 de Pasto. La reubicación implicó enfrentar un nuevo mundo caracterizado por las chirriadas palabras de los cachacos, iniciar una vida independiente y aprender a encarar problemas y resolver imprevistos sin el apoyo de mis padres y solo en medio de la multitud.

            Mirando siempre hacia el horizonte, comencé a avanzar, ascendiendo escalón por escalón, en busca de lo que me había propuesto. La primera etapa requería dedicación a la vida académica. Conté con el ambiente exigente de una universidad madura y la compañía de unos condiscípulos solidarios. Algunos de ellos se convirtieron en amigos con quienes hasta estos días comparto actividades. Un lustro de exigentes días de cátedra y noches de laboratorios, con más deserciones de las esperadas, me llevaron a tener entre mis manos el anhelado título de ingeniero.

            Al terminar la carrera universitaria, me sentí descendiendo del tren para caminar en la estación sin tener un mapa a la vista. No sabía si tomar hacia un lado o hacia el opuesto o seguir de frente. El sol aclaró el panorama y con relativa facilidad pude escoger entre varias opciones laborales. Me incliné por un campo que me había gustado, que además se desarrollaba en oficinas, evitando salidas a terreno. Inicié en el cargo raso de ingeniero recién egresado y, en una ruta de largo aliento, ascendí nivel por nivel, a cargos técnicos y luego a posiciones administrativas y gerenciales.

            En paralelo con la ejecución del trabajo, llegó el amor con los pasos de la marcha nupcial y el baile del vals con la mujer que, desde los años universitarios, me acompaña. No demoraron en llegar los aleteos de la cigüeña, que en dos oportunidades aterrizó en mi hogar. Los pañales, los teteros, las gateadas y los primeros pinitos quedaron atrás para dar paso a los uniformes, las loncheras, los libros y los diplomas de las hijas, siempre con el afectuoso calor del hogar. Sin que alcanzara a asimilarlo, ni estuviera preparado, las nenitas se convirtieron en mujeres y levantaron el vuelo en busca de sus propios horizontes.

            Al culminar una ardua vida laboral, salté a una nueva etapa, también desconocida. Tenía claro que durante el retiro no debía quedarme cruzado de brazos, ni convertirme en el mandadero de la casa. Para buscar calidad de vida futura, requería mantenerme activo tanto física como mentalmente. La decisión en la parte deportiva fue sencilla porque desde hacía varios años jugaba tenis durante los fines de semana. Sería fácil incrementar la frecuencia de las visitas a la cancha. En la parte intelectual, lo primero que se me ocurrió fue darle fin a una frustración de muchos años: interpretar un instrumento musical. Mis padres no me patrocinaron las clases de música porque para ellos ser intérprete era sinónimo de vago parrandero. Con un teclado que me regaló mi familia, comencé a tomar clases. Al corto tiempo concluí que no tenía “oído musical”, que mis tiempos se desviaban del ritmo de la canción y tampoco tenía la disciplina para practicar con la frecuencia y regularidad que se requería. Rápidamente -colgué la lira-, literalmente. Entonces, opté por una segunda afición frustrada. Desde siempre me gustó escribir y, de hecho, al preparar informes en mis lugares de trabajo, me criticaban porque los escritos tenían giros y adornos no apropiados para documentos organizacionales. Tomé clases de literatura tales como creación literaria y técnicas de redacción, dentro de las cuales realizaba narraciones para revisión de los compañeros y del profesor. Así me encarrilé en esta actividad. He podido plasmar, sobre la desafiante hoja en blanco, remembranzas y vivencias de los años mozos en mi ciudad, al igual que narraciones sobre temas variados.

            Como principal prioridad, dediqué mayor tiempo a mi familia. He compartido frecuentes veladas con mis hijas y nietos. Los he acompañado en actividades académicas o complementarias, en las cuales nunca pude estar con mis hijas. Los abrazos y los besos de mi familia han sido un aliciente para seguir hacia adelante con entusiasmo. Percibir las risas, juegos y veladas afectuosas, han alimentado mi espíritu en la recta final de este viaje.

            A través de esta retrospectiva, volvieron a mi mente los puntos cruciales que enfrenté. La escogencia de un rumbo implicó renunciar al resto de alternativas. Muchas veces llegué a la cima, en otras no la alcancé, o claudiqué después de haber puesto todo de mí parte. En unas pocas oportunidades, resolví que lo prudente era evitar la cuesta. En el otoño de mi vida, siento que –en general- seleccioné el rumbo más conveniente para mí y para mi familia. No me arrepiento de las decisiones tomadas en medio de las condiciones del momento,

            Hoy, al mismo tiempo que evoco los encendidos ocasos de mi querida Pasto, me desvela el horizonte al que me acerco a una velocidad mayor de la que quisiera. Con el sol a mis espaldas, siento la satisfacción de haber convertido en realidad la mayor parte de los sueños. De las semillas brotaron árboles que exhalan su aroma y se cubren con coloridas flores y frutas.

Aunque –como el agua bajo el puente-, han corrido varias décadas, permanece en mi alma la añoranza y emerge la nostalgia por mi querido terruño y, con la canción de Les Luthiers, entono:

Y si a mí pueblito volver yo pudiera

A mi viejo pueblo al que no he regresado

Si pudiera volver al poblado

Que siempre me llama, que siempre me espera

Si a mi pueblo volver yo pudiera.

Camilo Eraso – Noviembre, 2023

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