La conspiración – segunda parte

Por: José Luis Chaves López

Soy el Sumo Sacerdote del Tempo de Israel en Jerusalén; me llamó Josef bar Kaipas (Caifás) y esta es la historia sobre lo que verdaderamente sucedió con el galileo y puedo hablar con autoridad sobre esto porque mi misión iba más allá de lo religioso. Mi influencia en lo político era transcendental para garantizar la convivencia pacífica entre mis hermanos de raza y los romanos.

Por eso, no podía permitir los levantamientos y las sublevaciones por parte de los míos porque las consecuencias para nuestra nación serían catastróficas. Cuando apareció el galileo proclamándose rey y tras él miles de seguidores y con 12 pescadores dispuestos a todo, no lo dudé, y en cuanto me fue posible lo entregué a Pilatos. Él sabía qué hacer en estas circunstancias… y lo hizo… crucificó al “rey”.

Pero, contrario a lo que esperaba, esta sublevación no finalizó con su muerte. La secta nazarena cambió los hechos; me achacó a mí la muerte de su líder y comenzaron a mostrar la imagen del Procurador como un hombre lleno de dudas y temeroso de tomar una decisión. Insisten en contar, a su acomodo, la historia del lavatorio de manos que Pilatos realizó, para salvaguardar su responsabilidad en esa muerte, como un signo de debilidad y de temor.

Esa historia no es verdadera. Yo lo conocía muy bien y puedo afirmar que su personalidad no era la de un hombre que dudara o temiera. Al fin y al cabo, lo traté durante casi 10 años y nunca lo percibí indeciso. El cargo no le pesaba, como lo quería mostrar esa secta. Era un político que calculaba las consecuencias de sus actos y sus decisiones y siempre tomaba el lado más provechoso de lo que se le presentaba. Utilizaba la fuerza para conseguir sus propósitos y, repito, no lo vi dudar en hacerlo. Tenía dos motivos para ser Procurador: aplastar a quienes no estuvieran de acuerdo con el Emperador y acumular fortuna para sí mismo.

Yo lo conocí cuando recién nombrado como gobernador de Judea, por el Emperador Tiberio Augusto, desembarcó en Cesaréa. Llegó en un trirreme majestuoso escoltado por decenas de navíos haciendo ostentación de su cargo. Hablaba fluidamente el griego en los asuntos relativos a la administración; conmigo trataba en latín, pero nunca se interesó por aprender nuestra lengua. Fue enviado por el Emperador para sofocar levantamientos, y él aprovechó la ocasión para eso y para mucho más.

Yo llevaba casi 8 años en el cargo supremo del Templo y había sobrevivido al Legado Valerio Grato y ahora me correspondía sobrellevar a otro romano amigo del Emperador, al que no le interesaba mi pueblo y tampoco quería entenderlo. Cuando él se marchó, menos comprendía nuestra religión, nuestra nación y nuestra manera de ser, que cuando llegó. Diez años lo soporté. Siempre despreció a mi pueblo, nuestra historia, nuestra religión y, sobre todo, nuestros ritos.

Mi primer choque con él sucedió al poco tiempo de su llegada y tuvo que ver con su decisión de colocar los estandartes del Emperador Tiberio en la Torre Antonia. Él ignoraba que esa torre ocupa una de las esquinas del Templo. Y el Templo es casa de Dios. Cuando le hice caer en cuenta de este hecho, que resultaba insultante para el pueblo, su reacción fue rehusarse a cambiar su orden y amenazar con matarnos a todos si desobedecíamos. Yo, el primero, me ofrecí para morir, pues qué sentido tiene la vida si no colocamos a Yaveh en el primer lugar. Fue un choque de poderes, pero vencí. “Sois el único pueblo al que el Emperador permite ignorar su imagen”, dijo. “Somos el pueblo de Dios”, le respondí. Salvé nuestra dignidad como nación elegida y, de paso, fortalecí mi reputación.

Por eso, los nazarenos sólo mienten cuando denigran de mí diciendo que debo mi designación a Pilatos o a mi suegro Anás. A mí me hizo Sumo Sacerdote el Procurador Valerio Grato y cumplí este encargo de la mejor manera posible para mi pueblo y… para mí.

Un tiempo después de la muerte del galileo y movido por las circunstancias abandoné Judea antes que iniciara su gobierno el Procurador actual, Gessio Floro. Otro inepto que sólo llegó a este cargo por ser adulador profesional del Emperador. Es un provocador y bandido; un necio que hizo todo lo posible para conseguir que el pueblo se levantara para protestar por sus inequidades. Y, lo consiguió, el pueblo se sublevó. Para acallarlo, envió dos cohortes de soldados a Jerusalén para acabar con los insurrectos. Los militares no alcanzaron a llegar, pues los nuestros los cercaron y les cortaron las dos manos como retaliación a sus desmanes.

Después de esto, el Sumo Sacerdote en ejercicio, Pinhas ben Camuel, prohibió los sacrificios en honor del Emperador en el Templo. Este desprecio no lo puede soportar Roma y por eso avanza, desde Damasco, una legión para aplastar el levantamiento. Sólo nos aguarda la guerra, aunque conservo la esperanza de que el Templo no sea destruido. Sé que perderemos, porque nosotros no somos un pueblo preparado para el conflicto. Yaveh no nos eligió para conquistar el mundo, nos eligió para sobrevivir al exterminio y eso, a lo largo de nuestra historia, lo hemos demostrado.

No estamos hechos para la guerra, sino para la transacción y yo di ejemplo durante 10 años negociando con Poncio Pilatos. Aunque los nazarenos me culpan de la muerte de su maestro. Si bien no le pedí que perdonara al galileo, tampoco fui yo quien se le entregó. No ordené que lo detuvieran, eso lo hizo Jairo, jefe de la guardia del Sanedrín; no lo acusé, ni lo hice juzgar. Sólo lo retiré de las calles para evitar que su palabra incendiaria provocara una rebelión. Le pedí a mi suegro que me lo enviara para hablar sosegadamente. Lo hice de noche para evitar habladurías y sospechas de estar confabulado con él. Me interesaba estar cerca suyo y tratar de descubrir el misterio de su fama. ¿Qué convirtió en semejante líder a un curandero bastante mediocre? Yo debía saberlo. ¿Qué tiene su palabra que arrastró consigo a una muchedumbre de judíos dispuesta a sentar en el trono de Dios a un farsante? Porque eso es para mí ese galileo.

Cuando nos reunimos, le pregunté: “tus seguidores dicen que eres hijo de Dios”. “Todos somos hijos de Dios”, me contestó. “Tú les has hecho creer en tu divinidad”. “¿Te ves a ti mismo como un Dios?” “No blasfemaré”, fue su respuesta. “¿Por qué anuncias una nueva fe, si no eres Dios?” “¿Por qué te alejas de la religión de nuestros padres?” “No blasfemaré”, volvió a responder.

Por eso digo que los nazarenos reescriben la historia para mostrar al galileo como un buscador de paz, cuando lo que hacía era sublevar al pueblo enseñándole un nuevo camino, un nuevo estilo de vida que rompe con las tradiciones religiosas de nuestro pueblo y rechaza la Torá. ¿Paz? ¿Cuál paz predicaba este hombre? Yo lo conocía muy bien, pues tenía a mi sobrino, como infiltrado en esa secta. Él me mantenía informado de lo que el galileo hacia y, sobre todo, de lo que decía. Y, de paz no hablaba. Sus palabras eran incendiarias y ese incendio yo debía apagarlo antes que se propagara.

Afortunadamente, para bien de nuestra religión y para bien de nuestra nación acabé con él. Mejor dicho, Pilatos lo hizo, yo solamente moví los hilos. Era necesario hacerlo porque es bien sabido que quien más pronuncia la palabra paz es aquel que está preparando una guerra. Y, por lo que les narro, ya la tenemos.

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