La palabra es la casa que habita el hombre, pareciera una verdad que no requiere mayores disquisiciones, ahí somos en el encuentro con el otro y lo otro, a veces como una tragedia, otras como un festín; la palabra puesta en escenarios de grandilocuencia, particularmente como discurso que media para convencer al otro de algo; pero también la palabra puesta en el plano de la cotidianidad, ahí, donde todos necesariamente somos, sin distinciones ni miramientos particulares, lugar carente de pasmos, donde lo visible se torna invisible, ahí donde “Los hombres y sus imperios caen frente a lo invisible”
En “Buscaré otro lugar para salvarme”, pareciera que su autor ha mediado esa cotidianidad que vuelta palabra cobra matices apasionantes, reflexiones de la pandemia, sin duda alguna, es la palabra recogida hábilmente por un escritor en donde el relato poético es una constancia, por eso, en medio de angustias y preocupaciones, resalta la expresión poética como una piedra basal de una obra construida detenidamente.
No es difícil imaginarse a Manrique, como a tantos otros amigos, paseando como felinos encerrados obligatoriamente en el hogar que se vuelve también jaula -chasquis, al fin y al cabo, los pies reclaman el andar-, buscando la distracción necesaria para no caer en la peste del aburrimiento, la otra pandemia no tan analizada. Y, ¿cuál es el otro lugar para salvarse?, acaso la biblioteca, esa que posibilita viajar del cenit al nadir sin haber movido un solo pie, “En una biblioteca se alcanzan dimensiones infinitas”. Y seguirnos soportando, como lo hemos hecho desde que somos conscientes de la existencia del otro, homo sapiens, que nos abre el mundo hacia planos universales.
Es por ello por lo que esa cotidianidad se vuelca experiencia, multiverso desde la palabra habitada. Los lugares comunes de los relatos permiten, desde un close up pretendido, padecer también la existencia desde el encierro, por eso hay cuadros que desde las miradas buscan extenderse más allá del plano del marco que los sostiene, comedores donde habitan amores y rencores, de camas que disfrazan la soledad con frases amorosas en otros idiomas… de puntos suspensivos que dejan abierta la posibilidad de la imaginación del lector.
11 de septiembre. Caída de Allende. Torres Gemelas. Día de San Pafnuncio, que ayuda a encontrar los objetos perdidos. Se detecta el primer caso de covid en China. Henry Manrique sueña. Es la parte del libro donde habita la muerte, como un desatino humano, como una culpa no aceptada, ahí hasta la parca se conmueve. La traición se asienta, aún para los ateos, el dolor humano nos habita. El autor vuelca la mirada hacia mitos fundacionales, Eva y Adán condenados al exilio y al habitar uno frente al otro, recogiendo miradas esquivas para no encontrarse con ese otro. El suicida que escoge un lugar deshabitado en la casa del amigo para ejercer su último acto de libertad, la palabra dicha que se esfuma y la sentencia escrita que se borrará. Todo es ausencia. La violencia que nos habita, salta también en la palabra habitada de Manrique, la motosierra que nos recuerda oscuros episodios de nuestra propia historia nacional, la sangre que borra culpas y nos disfraza como en el peor de los performances. Y los puntos suspensivos que dejan abiertas más palabras para las desgracias.
Libro de bolsillo para camisas sin bolsillos en el pecho, como se acostumbra ahora. Henry Manrique nos permite compartir su palabra habitada en medio de las meditaciones que se suscitaron en la pandemia, posibilitando ese universo narrativo-poético que nos confirma nuevamente su maravillosa capacidad escritural. El libro mismo nos permite habitar otro lugar para salvarnos.
- Mauricio Chaves-Bustos
Bogotá, julio 11 de 2022.