Por: José Luis Chaves López
A medida que el vehículo avanzaba y a nuestros ojos surgía una maravillosa vegetación, iba comprendiendo lo dicho por el poeta sobre estas tierras, pues verdaderamente el verde, que veíamos por todas partes, era de todos los colores. Pero, este no es el motivo de mi historia.
Sentados delante de mí viajaban: un hombre de cabellos canos, que reflejaban sus largos años y una profunda sabiduría aprendida de la vida misma, y dos pequeños, vivaces y llenos de alegría. Los ojos del anciano se movían entre el paisaje y los muchachos. Y de los de estos parecía que brotaban preguntas que aún la boca no había pronunciado.
Comprendiendo su interés el viejo afirmó, “ahora es el momento”.
Los chicos se arrellenaron en sus asientos dispuestos a escuchar y yo que no sabía de qué se trataba, sin proponérmelo, como en un acto reflejo, hice lo mismo. Sus palabras presagiaban una sabrosa historia; después me enteré que él les había prometido contarles lo que verdaderamente sucedió en estas tierras.
“Miren por la ventana a su derecha”, fue la primera indicación, “ese poblado se llama Guaitarilla; allí comenzó la independencia de Colombia, y no fue por un florero, continuó, sino por la negativa de unas mujeres a pagar más impuestos”.
Se detuvo un momento en su narración para tomar aire, y sí que le hacía falta, la emoción lo embargaba y el paso de los años en su rostro y en su contextura se notaba con evidencia. Pero, los pequeños no estaban dispuestos a esperar más. Suficiente tiempo había transcurrido desde la promesa de este viaje y la historia incluida en él.
“Abuelo por favor sigue”, suplicó el más chico. El viejo levantó su mano pidiendo un poco más de tiempo mientras volvía a respirar, pero no había terminado el movimiento cuando el más grande volvía a urgirlo. “Sí abuelo por favor”. “Dinos qué pasó”.
Tomando aire otra vez continuó, “durante la época de la Colonia, en esta tierra habitaba el pueblo de los Pastos. Y los rumores de que se avecinaba el cobro de un nuevo impuesto iban creciendo, con lo que iba creciendo de la misma manera el descontento entre los pobladores”.
Volvió a indicar con su mano la población que se veía a lo lejos y siguió: “era la mañana del 18 de mayo de 1800. El ambiente, ese domingo, era distinto al de otros días de fiesta. La gente se arremolinaba frente a la entrada del templo, no sólo para esperar la misa dominical (de la que nada entendían porque era en latín) sino para oír sobre la nueva disposición que, supuestamente, provenía de España exigiendo pagar impuestos sobre otros productos sobre los que no se pagaba”.
En ese momento, el chico menor volvió a interrumpir y dijo con un conocimiento vasto para su edad: “¿seguro que eso pasó en 1800? Porque esa noticia la escuché la semana pasada. Que el gobierno cobraría impuestos sobre productos que no pagaban”.
El abuelo asintió con la cabeza mientras su sonrisa se iba desgajando en risas ante esta ocurrencia, mientras pensaba “los tiempos no cambian”.
“Tienes razón, le dijo, como puedes darte cuenta los tiempos pasan, pero los acontecimientos son los mismos. Ya te explico”. “Se sabía, y era aceptado, que se pagaban impuestos y diezmos. Se beneficiaban el gobierno y la Iglesia y, es más, se pagaban con gusto por la gente humilde y sencilla de esta región. Pero, como la ambición rompe el saco… esta supuesta disposición, como dije, proveniente de España fue la que desencadenó los acontecimientos que les voy a contar.”
El chico menor que no cabía de ansias por saber volvió a desgajarse en preguntas: “¿Por qué supuesta? ¿Crees que alguien se inventó esa exigencia? ¿Acaso no había un documento?” Iba a continuar, pero el viejo lo interrumpió.
“Quieres saber la historia? Déjame continuar y contesto tus preguntas. Durante la misa, el cura leyó el documento que la Corona española había enviado a sus colonias y del que los hermanos Rodríguez Clavijo, alcabaleros reales para ese momento, hicieron copias para Túquerres y sus alrededores. Éste exigía pagar otros impuestos, pues se requería ayudar a España en su guerra contra Inglaterra”.
Los muchachos hicieron un gesto de desagrado al oír esto y yo que escuchaba con atención la historia también sentí la misma molestia. “Esto es el colmo”, pensé, “con razón la gente protestó”.
Volviendo a la narración el viejo continuó, “después que el Padre Jacinto, así se llamaba el cura leyó el documento, un rotundo ¡No!, ¡No!, ¡No! se escuchó en el Templo. Los puños se levantaron en protesta. De pronto, de entre la multitud dos mujeres salieron en dirección del sacerdote, eran Francisca
Aucu y Manuela Cumbal, le quitaron de las manos el documento con la exigencia de nuevos tributos, lo rompieron y lo pisotearon. Enardecieron a la gente para que no se aguantara más y los invitaron a marchar hasta Túquerres en búsqueda de los hermanos Clavijo, a quienes hicieron responsables de la nueva tributación”.
Eso sí sabía yo, los hermanos eran Francisco y Atanasio. El primero ejercía el cargo de corregidor de la Provincia de los Pastos, con sede en Túquerres.
Seguí escuchando al abuelo, “el motín siguió y el pueblo de Guatarilla se alborotó: ¡Abajo el mal gobierno!, ¡Mueran los Clavijo!, ¡Mueran los ladrones!
El pueblo marchó hacia Túquerres y exigió ver el documento original porque estaban seguros que la copia que leyó el cura era falsa. Esta era una nueva estratagema de los hermanos Clavijo para apropiarse del dinero de las gentes, con el pretexto de nuevos impuestos”.
La narración del viejo era tan vívida que yo mismo veía al pueblo enardecido, los rostros desencajados y los puños crispados. “Y así sucedió, siguió diciendo, marcharon hacia Túquerres y durante dos días la gente se arremolinó en la ciudad; la protesta era general, se tomaron la casa de los Clavijo y se apoderaron de las armas y la pólvora que ahí encontraron y destruyeron la fábrica de aguardiente que también era controlada por los Clavijo”.
“¿Y qué pasó con ellos? Preguntó el chico mayor, ¿pudieron escapar?” El abuelo respondió, “buena pregunta, escucha y lo sabrás. Los hermanos Clavijo se refugiaron en el Templo, pues la gente quería que Francisco hiciera entrega del documento original donde se cobraba el nuevo impuesto”. El menor volvió a intervenir, “yo creo que no lo encontraron, porque no existía, era un engaño de los hermanos para quedarse con los impuestos, con la disculpa que los necesitaba España, ¿verdad abuelo?”. “Por supuesto que no los encontraron. Todo era una red de corrupción, componendas y compadrazgos entre los hermanos Clavijo y el Virrey Espeleta”.
“Así que el 20 de mayo de 1800, el pueblo no aguantó más, entró a la fuerza en el Templo, encontraron a los hermanos escondidos entre los nichos de los santos; de ahí los bajaron y los sacaron a la calle a punta de lanza y piedra. Los golpearon hasta matarlos y sus cuerpos los colocaron en la mitad de la plaza como escarnio público. Francisco y Atanasio recibieron el castigo de las gentes ante tanta maldad que habían hecho en contra del pueblo”.
Para concluir la narración, el chico mayor resumió, “Toda la gente sabía del comportamiento criminal de los Clavijo, aprovechándose de su investidura como autoridad, pero hasta ese día les duró. Hasta ese día fue que los Clavijo echaron clavija”.
No había más que decir, hasta yo quedé en silencio. La historia del abuelo me impactó. Yo estaba convencido que la insurrección inició el 20 de julio de 1810 y hasta hoy me enteré que fue 10 años antes. ¿Con qué intenciones nos cambiaron la historia?
Pensaré como averiguarlo mientras concluyo el viaje.
Nota: “echar clavija” significa engañar a alguien aumentando dolosamente una cuenta.