Retreta dominical

 Por: Camilo Eraso E.

─Niñas, terminen de desayunar y vístanse de forma elegante que vamos a la misa de diez ─ordenó Carmen a Mariana y a Ruth.

─Mami, ¿qué vestido me pongo, el rosado o el verde? ─consultó Mariana con las manos en la cintura.

─Con el verde te ves más estilizada ─respondió, moviendo las manos para indicar que debía apresurarse.

Carmen era conservadora, rezandera, poco flexible. Se sentía dueña de la verdad, creía que los acercamientos entre hombres y mujeres –ellos siempre cochinos y ellas siempre inocentes− eran peligrosos y llevaban al pecado. Ella no aceptaba que su hija, a tan temprana edad, tuviera novio. Esta situación había obligado a Mariana y Emilio a llevar su relación a hurtadillas. Se reunían en un parque o en una cafetería alejada de su casa o, en última instancia, a pedir a las amigas, con madres menos restrictivas, a que la invitaran a su casa para que Emilio pudiera visitarla allá.

En esa mañana de sol, con la presencia imponente del volcán Galeras, la familia echó llave al portón para dirigirse hacia la iglesia. Las hijas caminaron por la acera empedrada, seguidas a corta distancia por los padres. En el trayecto se saludaron, de andén a andén, con varios conocidos y Al toparse con unos amigos, se detuvieron. Charlaron, en plena calle, cada uno con la mirada enfocada en los atuendos de los demás.

─¿Te fijaste en lo pasado de moda del vestido de Margarita? ─susurró Carmen a  su esposo.

─No sé qué decir porque no estoy al tanto de la moda ─respondió Martín, moviendo su cabeza y manos como excusándose.

Como complemento al atavío elegante, las señoras y las niñas cubrían su cabeza con un velo o mantilla, mientras que los señores tenían que quitarse el sombrero antes de entrar al templo.

 No era bien visto que una chica fuera a la ceremonia religiosa en compañía de su novio o pretendiente. Cuando los jóvenes planeaban encontrarse, acordaban asistir a la misma iglesia y hora, pero cada uno iba por su lado. Las campanas, con su fluir melódico, repicaban para llamar a la misa. Los muchachos, después de hacer embolar sus zapatos con los lustrabotas de la Plaza de Nariño, formaban un corrillo en el atrio del templo de Cristo Rey, a una cuadra de la plaza, para observar de lejos la llegada de sus pretendidas.

Se saludaban apenas con un guiño, un ligero movimiento de cabeza o una sonrisa casi imperceptible, llena de emoción. Los hombres lucían vestido de paño de color oscuro, camisa blanca almidonada, corbata de colores y muchos de ellos, sombrero italiano. Las señoras se acicalaban con vestidos o sastres de paño con falda a media pierna, cartera y zapatos del mismo color y sombrero o mantilla importada. Las chicas se engalanaban con vestidos de colores suaves, adornos discretos, falda siempre abajo de la rodilla, tacones bajos, medias veladas, una minúscula cartera y una cachirula que apenas les cubría la coronilla.

Las familias entraban al templo marchando por la nave central hacia las bancas cercanas al altar. Sus pasos eran pausados, elegantes; se sentían en una pasarela y deseaban que la concurrencia admirara sus atuendos. Los chicos, por el contrario, se apresuraban a ubicarse en las últimas bancas de la iglesia, para observar a las adolescentes que llegaban justo para comenzar el ritual. Dentro de la iglesia, las miradas debían ser todavía más discretos que aquellas en el atrio.

Emilio y Mariana, novios desde hacía dos años, se saludaron con un guiño cuando sus miradas se encontraron en la puerta del templo. Hicieron una seña con la mano, que los dos comprendían, para confirmar que irían juntos a la retreta.

El sacerdote inició puntual la ceremonia, oró en latín de espaldas a los fieles; a la hora de la homilía, subió al púlpito de madera tallada, para predicar sobre el evangelio del día. En el momento de recibir la comunión, se repitió el desfile por el callejón central, otro momento para mostrarse ante las miradas de los devotos  curiosos. Al final de la ceremonia, con el entorno embebido en el aroma del incienso, el sacerdote dio la bendición y despidió a los fieles con el “ite missa est”. Los feligreses salieron hasta el atrio, en donde se quedaron unos minutos para conversar con amigos y conocidos.

Mientras los adultos compartían comentarios y cuentos, los jóvenes caminaban hacia el parque principal o hacia la gobernación, los dos escenarios utilizados por la banda departamental para la retreta. Como excepción, los padres toleraban que chicas y chicos presenciaran en grupo el concierto. Los novios, o quienes estaban en proceso de conquista, caminaban por parejas. Los demás se agrupaban por grado de amistad o familiaridad, o por interés en un tema; por ejemplo, comentar las empanadas bailables de la tarde del sábado o las películas de estreno. Emilio y Mariana iban a la cabeza del grupo, concentrados en sí mismos.

La banda departamental de Nariño fue creada en el siglo XIX como banda militar y luego, en los años treinta del siglo pasado, se convirtió en sinfónica. Contaba con alrededor de cuarenta músicos que ensayaban varias veces a la semana, en el auditorio de la universidad. Se presentaba tanto en la capital como en otros municipios y también participaba en concursos nacionales e internacionales. Su programa insignia era el concierto semanal, popularmente conocido como la retreta.

Para la retreta los músicos lucían su uniforme de paño azul verdoso con charreteras y botones dorados. Portaban instrumentos relucientes, a tal punto que el reflejo del sol hacía que los trombones y las trompetas encandilaran con sus destellos. Los integrantes arribaban con anticipación para acomodar los instrumentos y los atriles con las partituras. El director se paraba de frente al grupo que formaba un semicírculo. La retreta incluía cuatro piezas de música clásica, una de folclor latinoamericano y cerraba con una canción popular colombiana; a veces regalaban al final una pieza de la música folclórica local.

Si la presentación se realizaba en el parque principal, la audiencia formaba un círculo alrededor de la banda. Cuando la sede era el palacio de la gobernación, la banda ocupaba el patio del primer piso y los asistentes se situaban en los balcones del segundo y tercer nivel de la imponente edificación. Algunos padres, después de terminar la visita en el atrio de la iglesia, también asistían al concierto y de paso, echaban un vistazo a sus hijas y a quienes las estuvieran acompañando.

Mientras las miradas de los demás estaban enfocadas en la banda, las parejas de tortolitos se agarraban de la mano, acción de alto significado afectivo para la época. La audiencia escuchaba en silencio la interpretación de las piezas clásicas, pero luego se desinhibía, acompañaba con las palmas y hasta bailaba en el puesto con los acordes de las canciones populares.

La banda participaba en las fiestas de los municipios y de paso realizaba conciertos educativos. En eventos especiales, tales como la visita de un Presidente de la República o una celebración de importancia, usaban su uniforme de gala conformado por vestido largo negro para las damas y smoking para los caballeros. Por su afición y gusto por la música, varios integrantes eran miembros de conjuntos y orquestas locales.

Terminada la retreta, algunas familias permanecían en el parque para asolearse, degustar un chupón de Juanito, un algodón de azúcar, una galleta costeña o tomar avena con bizcocho en la cafetería La Italiana. Los adolescentes regresaban caminando, con frecuencia en pareja, hasta la casa de la chica. Marchaban con pasos lentos para alargar el tiempo porque, en la mayoría de los casos, al muchacho no le permitían hacer visita dentro de la casa. Además del galanteo, algún piropo y las expresiones románticas, conversaban sobre las actividades escolares, las películas por llegar y las próximas reuniones bailables; los más lanzados declaraban su amor y proponían un noviazgo.

Algunos novios, corriendo el riesgo de que la chica se ganara una reprimenda, caminaban agarrados de la mano, se abrazaban e incluso llegaban a darse un beso furtivo, protegidos por la sombra de un árbol o la complicidad de una esquina.

Emilio y Mariana cursaban sexto de bachillerato. Ella tenía cabello castaño que le llegaba a la mitad de la espalda, ojos negros brillantes, sonrisa coqueta y movimientos femeninos. Emilio, un poco más alto que ella, tenía la piel blanca, el cabello negro y permanecía con los zapatos y las manos impecables. Ese día caminaron por la calle dieciocho hasta llegar al parque infantil y allí, sus impulsos los llevaron a darse un beso apasionado, acompañado por algunas caricias algo atrevidas. Con el corazón galopando por la emoción y las mejillas encendidas, siguieron andando hasta la residencia de Mariana en donde se despidieron. Al entrar a la casa, Carmen la recibió con una reprimenda.

─¿Qué estaba haciendo la señorita? ─increpó con el rostro enrojecido y las manos crispadas.

─Vine con Emilio, caminando desde la retreta ─respondió Mariana con voz suave─. No entiendo por qué estas alterada.

─A otra boba con ese cuento. Me llamaron para contarme el bochornoso espectáculo que dieron en el parque infantil, a plena luz del día, en presencia de niños ─la madre manoteaba descontrolada─. No pareciera que hubieran asistido a la misa.

            ─Cálmate mamá. Sí, es verdad, nos dimos un beso en el parque, pero eso fue todo ─bajó la voz para que no las escuchara nadie más─. No es para que te enfurezcas.

─Sepa señorita, que en esta casa no se toleran esas vagabunderías y ese descaro ─a la madre le temblaba el cuerpo y su rostro estaba bañado en sudor─. Se ha ganado un drástico castigo.

─Mamá, tranquilízate, hablemos y te explico ─ la hija buscaba calmar a su madre.

─Aquí no hay nada que hablar ─concluyó Carmen, agarrada de la puerta para disimular su temblor─. Usted no vuelve a asistir a actividades sociales en todo el mes; sus salidas quedan limitadas a ir al colegio.

─Como ordene la señora ─agregó Mariana de repente, con acento irónico y los ojos llorosos. Salió dando un portazo.

Mariana caminaba erguida, con pasos rápidos. De pronto fue frenando y, bañada en lágrimas, llamó a Emilio para contarle lo sucedido. Él tomó el carro de la familia y fue a recogerla.

─No puedo creer que mi mamá haya reaccionado con tanta furia, ─dijo con la voz entrecortada por el llanto─ no quiero seguir viviendo allí y no tengo dónde ir, porque mi abuela y mis tíos se van a poner del lado de ella.

─¿Qué tal si vuelves, le hablas y le pides perdón? ─sugirió Emilio,  acariciándole el cabello.

─Yo tengo dignidad y orgullo. No hice nada malo y no voy a humillarme ─respondió apoyándose en el brazo de Emilio.

─Podrías pedirle posada a una amiga; aunque pensándolo bien no es solución, porque sería temporal. Necesitas una salida definitiva ─comentó Emilio arrugando la frente.

Mientras hablaban, deambularon sin rumbo por las calles casi desiertas, típicas de una tarde de domingo. Emilio la invitó a la Salchichería Holandesa para degustar su plato típico que acompañaron con una Rica Cola, porque ninguno había almorzado.

─El hambre no me dejaba pensar. Te voy a plantear un arreglo que espero aceptes ─comentó con una sonrisa.

─Dime, dime, me tienes intrigada ─respondió con los ojos más brillantes que de costumbre.

─¿Recuerdas el día que hablamos con el Padre Ceferino, el párroco del pueblo en donde está la finca de mis papás? Él se encariñó con nosotros, nos dijo que hacíamos una bonita pareja y nos dio su bendición para que tuviéramos un buen futuro. Si hablamos con él, lo convencemos para que nos case. Unamos nuestras vidas, es que de veras yo quiero que seas mi mujer hasta el fin de nuestros días. Vámonos ya a hablar con el Padre y en el pueblo le pido al dueño del almacén de abonos y su esposa que sean los testigos.

─¿Estás seguro, amor? Por mí acepto maravillada porque eso es lo que he soñado, estar a tu lado para toda la vida, aunque no puedo negar que me da miedo hacer algo precipitado ─afirmó acariciándole la mano.

─Ya hemos hablado muchas veces de casarnos, solo que lo íbamos a hacer al terminar el bachillerato. Estaríamos adelantándonos unos meses. Estoy seguro de esto porque te adoro ─luego le dio un beso tan tierno, que Mariana volvió a llorar. ─No puedo negar que también me da un poco de susto, es un paso clave en nuestras vidas ─se podía percibir el temblor de sus piernas.

Por una serpenteante carretera destapada, se dirigieron a la vecina población de El Encano, en donde los recibió el párroco.

─Padre, venimos a pedirle que nos case. Lo necesitamos con urgencia porque Mariana tiene que irse de su casa. Se lo suplicamos ─Emilio juntó sus manos en señal de ruego.

─Jóvenes, pero a ver, ¿qué sucedió? Porque me ponen en un aprieto, hay que tener testigos y se requiere publicar unas proclamas…─el sacerdote se paró de su silla.

─Ya hablé con los dueños del almacén de abonos, ellos serán los testigos. Además usted nos conoce, sabe que no tenemos impedimentos y así puede obviar las proclamas. Se lo ruego, es una urgencia ─el muchacho se puso de rodillas.

Luego de conversar un rato y de comprobar el amor tierno de los jóvenes, el párroco accedió.

─Por la situación grave que mencionas y tu ruego, voy a hacer una excepción ─el sacerdote se santiguó y les dio una bendición─. Llama a los padrinos y los espero en la sacristía.

Después de una corta ceremonia, el cura invitó  a novios y padrinos a hacer un brindis por su felicidad, y a comprometerse con la relación consagrada.

De regreso a la ciudad, Emilio se dirigió a su casa en compañía de Mariana. Los dos se mordían los labios y apretaban sus manos; les urgía hablar con sus padres.

─Tenemos que contarles algo importante ─Emilio agarró con suavidad las manos de su madre.

─¡Ay no, no me digas! ─la mamá se tapó la cara─. ¡Están embarazados!

─Tranquilízate mami, no es eso ─replicó, pasando el brazo sobre sus hombros.

─¿Entonces qué? ─manoteó el papá─. Suelta rápido lo que sea.

─Nos acabamos de casar. Si, así como lo oyen. Les pedimos su bendición y, como todavía no tenemos vivienda, les rogamos que nos permitan vivir con ustedes ─Emilio abrió los brazos, necesitaba a sus papás más que nunca.

Mariana permanecía pálida, paralizada, a la espera de la reacción de sus suegros.

─¡Qué irresponsabilidad! ¡Cómo van a casarse siendo tan muchachitos! ─Vociferó el papá y elevó los ojos al cielo─. Me siento frustrado. ¡Dios mío, ayúdanos!

─Ya lo hicieron; no ganamos nada con agravar la situación ─intercedió la mamá en tono conciliador.

─Gracias mamá─ dijo el joven y le dio un largo abrazo.

Mariana se acercó, también la abrazó, le dio un beso en la mejilla y le dijo:

─Gracias, muchísimas gracias, querida suegra.

Los cuatro se unieron en un abrazo y rodaron lágrimas, incluso por las mejillas del papá.

─Voy a llamar a Carmen, es necesario enterarla ─comentó la madre con el auricular en la mano, mientras se santiguaba.

Le contó que sus hijos se habían casado y que su esposo y ella los iban a alojar. Al otro lado de la línea hubo un silencio eterno. Un rato después se escuchó que Carmen estalló en llanto y colgó.

Los nuevos esposos fueron a la casa de Mariana para que ella recogiera su ropa, objetos personales y materiales escolares. Para Mariana fue uno de los momentos más dolorosos de su vida; su cuerpo se estremecía y las lágrimas no dejaban de rodar. Carmen se encerró en su habitación, apenas se alcanzaban a escuchar sus sollozos; Martín se paró al lado del portón con la cabeza gacha y un pañuelo en sus manos. ─Qué Dios te proteja, mi niña adorada─ le dijo con la voz entrecortada. El abrazo de despedida entre padre e hija pareció eterno, ninguno quería soltarse. Al separarse, sus solapas estaban empapadas.

Las primeras semanas como esposos fueron de adaptación a la nueva vida, en un entorno con reducida intimidad e independencia. Tenían que controlar sus impulsos hormonales ante la presencia del resto de la familia; en los máximos momentos de pasión debían moderar las reacciones y en especial, los sonidos, por la cercanía de las otras alcobas. Sin embargo, estaban felices porque al fin habían podido volver realidad sus sueños.

Unos domingos más tarde, la banda vistió el uniforme de gala. El gobernador del departamento le otorgó a cada miembro la medalla al mérito, como reconocimiento a su labor cultural y educativa, y a la destacada representación realizada en el reciente concurso nacional de bandas. Con un sol más picante que las semanas anteriores, Emilio y Mariana presenciaron la ceremonia y la retreta como marido y mujer. Se los vio tomados de la mano con desparpajo, con una incontenible sonrisa y con las mejillas todavía más encendidas que cuando eran novios.

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