La mujer de Magdala

Por: José Luis Chaves López

El Imperio romano dominaba el mundo cuando nací. Los romanos habían invadido mi país y yo, que soy judía practicante, nunca supe lo que era vivir en libertad. Mi aldea, Magdala, queda muy cerca de Jerusalén, y el dominio extranjero se siente aquí mucho más que en otros lugares de Judea.

Vivíamos, con mis hermanos, Lázaro y Martha, en nuestra villa de Betania hasta la muerte del maestro. Luego de ese día, los romanos nos quitaron todo y el gobernador, Poncio Pilato, se apropió de nuestra casa para dársela, como regalo, a su esposa Claudia Prócula.

Cuando esto escribo, estoy viviendo en Francia junto con mi hija Sarah. Tuve que huir precipitadamente de Jerusalén porque, paradójicamente, mis hermanos de religión, los judíos, aliados con los romanos, buscaban acabar con todos los que compartimos con el maestro. Recuerdo que recorrimos con él, las ciudades y aldeas de nuestra Judea y las de Samaría. Escuchamos su mensaje de vida nueva y fuimos testigos de que la mano de Yaveh estaba con él por los signos que realizaba.

Sin embargo, nada de esto representó algo para las autoridades judías. La guardia del Sanedrín empezó a perseguirnos y, como dije, tuvimos que huir. Debía salvarme y proteger la vida que crecía en mi seno.

Mi nombre es Mariham, es hebreo: “luz sobre el mar”. Cuando mi historia se escribe en griego, mi nombre significa “amada de Dios”. También en Egipto me conocieron y ellos tradujeron: “bella señora”. Los tres significados de mi nombre se realizaron en mi vida y a lo largo de esta historia que les escribo lo voy a ir mostrando. En latín, soy María y así me conocen fuera de Judea.

Como dije, junto con mis hermanos, vivíamos en Magdala; nuestros padres habían muerto y, ahora, sólo nos teníamos los tres. Nuestra posición económica hizo que los judíos nos despreciaran y que, al mismo tiempo, los romanos nos envidiaran. Temerosos de lo que nos pudieran suceder, bastante antes del anochecer, las personas que nos ayudaban cerraban las puertas de la villa. Y, una vez adentro, nos dedicábamos a nuestros oficios particulares: Lázaro se ocupaba en ir de aquí para allá realizando los arreglos que la casa requería; Martha, es el ama de la casa, por eso nada se movía sin su consentimiento. Yo me afanaba por estudiar la Torá y practicar los mandamientos que Moisés nos dejó. Leía, también, los escasos escritos que podía conseguir provenientes de Roma y de Grecia. A pesar de estas prevenciones por el temor que nos generaban los judíos y los romanos, nuestra vida era apacible.

Pero, esto se rompería un día… y desde ese momento para siempre, pues nada volvió a ser igual. Ya casi caía la tarde y, un momento antes de cerrar las puertas, apareció… se hizo presente…, surgió… no encuentro la expresión precisa que describa ese instante, un hombre que no conocía. Su aspecto, a pesar del polvo del camino y de su cansancio, reflejaba dignidad y su porte era imponente. Lo seguían como doce hombres, igual de sucios y cansados como él y que lo veneraban, eso se notaba por su expresión y por la manera como le hablaban. Yo había oído de este hombre, pero verlo en Betania era algo que nunca hubiera esperado. ¡Era el maestro! Caí de rodillas y agaché la cabeza. Sentí que se acercó, tomó mis manos y me llamó por mi nombre en griego: “María” (amada de Dios). ¡Sabía mi nombre! Me levantó del piso y me dijo: “ese no es tu lugar. Tú debes caminar a mi lado”.

En ese momento no entendí sus palabras, pero lo descubrí a medida que lo conocía y compartía con él. Martha, mi hermana, estaba encantada con su visita –con sus visitas, que se repetían con frecuencia-. A ella le gustaba atender la casa y a los invitados, y esta era una preciosa oportunidad para hacerlo. El maestro y Lázaro se hicieron muy buenos amigos y desde que se conocieron compartían horas y horas de conversación, cuando él y sus amigos llegaban a Betania a pasar unos días tranquilos. Ese descanso, verdaderamente lo necesitaban porque “eran tantos los que iban y venían que a veces no tenían tiempo ni para comer”.

Con el tiempo me volví muy cercana al maestro. Aprendí a llamarlo de este modo porque sus amigos así le decían, aunque no actuaba como los maestros fariseos, él “enseñaba como quien tiene autoridad”. Mis hermanos estuvieron de acuerdo en que lo acompañara en sus recorridos. Me fascinaba su forma de decir las cosas y me impactaba verlo enfrentarse a los doctores de la Ley y descubrirles su hipocresía. A su lado recorrí los arduos caminos de Galilea hasta que subimos nuevamente a Jerusalén. Yo era la compañera del maestro.

Sin embargo, mi cercanía con él fue origen de disgustos con los primeros seguidores del maestro. Pedro me miraba con recelo y, diría yo, hasta con rabia. Se dirigía a mí con frialdad e incluso, algunas veces, con enojo. Al maestro le recriminaba que me demostrara afecto y que me tratara por mi nombre en egipcio, bella señora. Pedro es el mayor del grupo y el colaborador directo del maestro, por eso pienso que me trataba así, porque sentía que yo lo estaba desplazando de su corazón. Esto no era cierto, pues son amores diferentes y jamás mi propósito fue causar discordias entre ellos dos, ni con el resto del grupo que lo seguía. Yo también quería ser como ellos y realizar los signos que hacían, pues el maestro les había concedido ese poder.

Recuerdo la ocasión en que Santiago y Juan, porque no nos quisieron recibir en una aldea de Samaría, estaban dispuestos “a bajar fuego del cielo” para acabar con ellos. Con razón a estos hermanos los llamaban “boanerges” (hijos del trueno). Por supuesto, el maestro se opuso, pero ellos si tenían el poder de hacerlo.

A diferencia de mi trato con Pedro, con Santiago fui muy cercana; se volvió mi protector durante los recorridos que hacíamos de aldea en aldea y de ciudad en ciudad. Estaba siempre a mi lado para cuidarme cuando los enfrentamientos del maestro con las autoridades judías se ponían álgidos y yo podía correr algún peligro.

Su amistad y su afecto fueron muy importantes. Sobre todo, cuando después de la muerte del maestro tuve que salir huyendo de Jerusalén. Él siempre me acompañó hasta que nos puso a salvo a mi hija y a mí.

Pero, volvamos a la historia. A medida que transcurría el tiempo, mi cercanía con el maestro se volvió personal y afectiva. No podía esperarse nada distinto de un verdadero hombre judío como lo era él. Un poco antes de su muerte, por los síntomas, supe que crecía en mi seno su semilla. A raíz de esto, mis sentimientos se desbordaron y mis emociones se tornaron confusas. María, la madre del maestro, notó mi desasosiego. Me preguntó y le confirmé lo que ella pensaba. Me abrazó, y con este gesto y su sonrisa me mostró su alegría. Su descendencia estaba asegurada. Yaveh bendecía a su familia al darles un hijo.

A partir de este momento nos volvimos “cómplices” y, junto con Santiago, los tres (ahora cuatro) empezamos a pasar más tiempo juntos. Pedro, sagaz como él solo, notó que algo estaba pasando, pero no sabía qué era. Su recelo y prevención hacía mí se hicieron evidentes a tal punto que el maestro le tuvo que llamar la atención y lo confrontó. “Pedro, tú eres piedra”. “Tú eres la base sobre la que edificaré”. “Tú me demostrarás que me amas más que todos”. María tiene una misión que sólo ella puede realizar; pero quien continuará con el encargo que el Padre puso en mis manos, eres tú. ¡Basta de celos!

Sin embargo, la predisposición de Pedro hacía mí no mejoró e incluso su recelo aumentó. Durante la cena de Pascua, antes de la muerte del maestro, vino hacia mí y algo me dijo en voz baja, como no lo oí bien, acerqué mi cabeza para tratar de escucharlo, pero en vez de repetir lo que me dijo, colocó su mano extendida sobre mi cuello como si fuera un cuchillo. Este hecho me turbó y me llenó de temor, pero no estaba sola. Santiago y la madre del maestro se mantuvieron a mi lado.

Esta situación me inquietaba, pero lo verdaderamente difícil para todos los que seguíamos al maestro, sucedió luego de su muerte. Comenzaron a perseguirnos, pues también buscaban nuestra muerte. Pero, el maestro estaba vivo. Yo lo vi tres días después que estuvo en la cruz. Me habló y yo le dije: “Rabbuní” *. Me pidió que fuera a anunciarle a Pedro esta buena noticia. Él no me creyó, pero junto con Juan corrieron al sepulcro y lo encontraron como les dije. Sin embargo, su indisposición hacia mí no cambió.

El maestro nos llamó a Galilea y ahí se despidió de nosotros. Luego de ese día todo se volvió un caos. Los judíos nos perseguían para matarnos; los romanos buscaban acabar con todos los seguidores del maestro. Huir fue la única opción para proteger la vida. En mi caso, para proteger dos vidas. Juan se encargó de esconder y cuidar a la madre del maestro y Santiago organizó rápidamente nuestra huida. Debíamos alejarnos de Jerusalén y él decidió que fuéramos hacia Hispania.

Esa misma noche salimos, en silencio y sin ninguna luz que nos pudiera delatar. Así lo hicimos por varias jornadas; caminábamos de noche y nos ocultábamos de día. La angustia y el miedo me estaban consumiendo y mis fuerzas se agotaban. Santiago me apoyaba, pero se sentía impotente para darme consuelo; él también estaba cansado y temeroso, pero trataba de no demostrarlo para que yo no me angustiara más. Él me repetía: “no cedamos, no perdamos la fe, no nos desesperemos y veremos que Yaveh está con nosotros”.

El camino se volvía cada vez más exigente. Sabíamos que nos perseguían y los guardias del Sanedrín se estaban acercando. Para completar las dificultades, mi tiempo para el parto se acercaba y veía como Santiago sufría conmigo por no saber cómo ayudarme. Continuamos el recorrido hasta la frontera de Gales (ahora Francia); caminamos otras jornadas y cuando nos acercábamos a Bergona me llegó el tiempo de dar a luz. Nació una niña y la llamé Sarah (en arameo: princesa), pues es la hija del Rey de Reyes.

En esta ciudad me despedí de Santiago y quedé al cuidado de los hermanos del Priorato de Sion. Ellos se encargan de cuidarnos y protegernos y de velar porque estos escritos no se pierdan y que lo hecho por el maestro, y su descendencia, no sean olvidados por la historia.

* En hebreo coloquial: mi marido

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