Por: José Luis Chaves López
Su vida pendía de un hilo, literalmente. Poco a poco las hebras de la cuerda que lo sostenían en alto se habían ido reventando una tras otra.
Desesperado, procuraba no moverse, pero no le era del todo posible. El viento, la brisa, hasta su propio corazón desbocado por el miedo, lo hacían pendular peligrosamente, hasta que el momento temido llegó. La cuerda se rompió y no porque lo hiciera sola, algo, no podría decir qué, apenas la rozó y eso fue suficiente. Lo esperaba el vacío.
Lo más triste fue que nadie se dio cuenta que ya no estaba en su lugar hasta que fue muy tarde. Un insignificante roce y comenzó la caída. La distancia hasta el suelo era enorme y el tiempo, mientras caía, se le hizo eterno. ¿Es que acaso no terminaría nunca de caer?
Esperaba volverse pedazos contra el piso y eso significaba desaparecer. ¿Por qué tenía su existencia que terminar así? Había cumplido la tarea que se le encomendó y, contra todo y contra todos, permaneció en su puesto.
Pero, ya no había escapatoria y mientras caía aguardó el momento del impacto. Y este llegó y ¡oh sorpresa! no fue tan catastrófico como lo esperaba. Golpeó contra el piso y rebotó. Se lastimó, pero no tanto como pensaba y, paradojas de la vida, la caída después del rebote le dolió mucho más, pues esta lo arrastró sobre la tierra dejándole serias contusiones, pero aún existía.
El segundo golpe lo dejó inmóvil y muy lejos de donde estaba su cuerda. No podía levantarse, ni siquiera girarse, sólo le quedaba esperar. Sintió voces y ruidos de pasos que iban y venían, pero nadie lo auxiliaba, nadie lo ayudaba a levantarse. ¿Es que acaso no lo veían? Era muy hermoso mientras estuvo atado a la cuerda. Pensó, posiblemente el golpe lo desfiguró y por eso nadie lo determinaba. ¿Quedó tan maltrecho que nadie quería hacerse cargo de él?
El tiempo transcurría, la luz fue disminuyendo y las voces extinguiéndose. Por favor, ayúdenme, quería gritar, pero la voz no le salía. A punto de entrar en desesperación, oyó una voz débil, supuso que era de una anciana. ¡Pero, miren que está aquí!, la oyó decir. ¿Qué le habrá pasado? Se nota que es muy lindo. Vaya, a pesar de la caída, aún soy lindo y, sin embargo, nadie me ayuda y me levanta. ¿Estoy tan golpeado que ahora soy inútil y ya no serviré para nada?
Estaba en este trance cuando sintió que unas manos lo levantaban. Con esmero y delicadeza, usando un paño le limpiaron la tierra y el polvo que tenía. Y, más suavemente todavía, la mujer lo llevó con ella. Al llegar a casa, con cuidado lo dejó en un lugar que enseguida se oscureció. No sabía qué pensar. Estaba cómodo y cálido y además olía a galletas. ¿Olía a galletas? Extraña situación, pero no distinguía nada por más esfuerzo que hizo. Sólo se dio cuenta que no era el único que estaba en ese sitio. Perdió la noción del tiempo y, como no podría hacer nada más, se dedicó a esperar. Quien lo había rescatado no lo iba a abandonar, pensó, y se tranquilizó.
De pronto, hubo otra vez luz, y las mismas manos que lo levantaron luego de la caída, lo sacaron de aquel lugar y lo dejaron encima de una mesa. No pasó mucho tiempo hasta que sintió que lo movían y de pronto un pinchazo lo sacó de sus pensamientos. Eso si dolió. Y luego otro y un tercero más. Y otra vez sintió el roce de una cuerda, sensación que tanto conocía, y que poco a poco iba enredándose en su cuerpo. Ahora se sentía seguro.
-Ya no soy la que era antes. Oyó decir a la anciana. -Perdona los pinchazos, espero no haberte dañado más de lo que estabas. Y, luego con mimos y caricias lo colocó en el sitio adecuado.
-Por fin te encontré, eres muy especial para mí, dijo la mujer. -De ahora en adelante estaré pendiente que no vuelvas a caerte.
Y a continuación abrochó su camisa con el botó que había cosido.