Por: José Luis Chaves López
Había escuchado hablar sobre el profeta de Galilea, pero sólo hasta ahora, y en especiales circunstancias, tuve la oportunidad de conocerlo. Nos encontramos uno junto al otro frente a Pilatos, quien tenía la última palabra sobre nuestra suerte y debía tomar una decisión, pero puso a la muchedumbre a escoger entre el maestro y yo. Ya saben lo que sucedió, la gente me escogió a mí y me salvó la vida a costa de la suya.
Pero, mi historia no comenzó ese día, ni tampoco finalizó en ese momento. La muerte del maestro, en vez de la mía, supuso un punto de quiebre en mi existencia. Esto es lo que me lleva, ahora, a contar lo que verdaderamente sucedió ese viernes.
Me capturaron como responsable de la muerte de unos soldados romanos durante la revuelta que organizamos dos días antes de Pascua. Sí, yo estuve involucrado en esas muertes. Como judío nacionalista que soy no soporto a los extranjeros. Roma invadió nuestro país y yo no podía quedarme quieto, así que con algunos de los que íbamos a la sinagoga nos propusimos acosar a los romanos. Los atacábamos, luego huíamos y nos escondíamos. Pero, ese día antes de Pascua, no fue posible usar esa estrategia; nos sobrepasaban en número, y, luego que matamos a dos soldados romanos, los demás nos rodearon. Para defender a mis compañeros, con el garrote que siempre tenía conmigo los enfrenté mientras mis compañeros huían y salvaban su vida.
Ya lo dije, me tomaron preso y me llevaron ante Pilatos; al mismo tiempo habían apresado al maestro. Como si fuera una procesión, a él lo habían llevado de Anás a Caifás, miembros del Sanedrín, hasta que lo remitieron al gobernador y ante él nos encontramos. A mí me amarraron las manos con una cadena, pero a él lo habían golpeado, lo habían azotado y hasta le pusieron una corona de espinas y su cuerpo sangraba por todas partes. Fue impactante mirarlo, casi no parecía hombre; era sólo sangre y huesos rotos. Yo pagaba por lo que hice, pero él de nada era culpable y sin embargo…
Hubo un juicio y los rabinos presionaban a Pilatos para que tomara una decisión. Él lo interrogó, pero no lo halló culpable. Por supuesto que no lo era, el asesino era yo. El Sanedrín instigó a la muchedumbre para que pidiera su crucifixión. Ha pasado el tiempo, pero aun no comprendo qué sucedió. ¿Cómo fue posible que los romanos crucificaran al maestro para salvarme a mí? Nunca dudé del aprecio que la gente de Jerusalén me tenía, pero gritar mi nombre para que me perdonarán era increíble, sin embargo, así pasó. ¿Me querían más a mí que al maestro? Él tenía muchos seguidores que también lo querían, pero eran amores distintos. Él anunciaba un mensaje de liberación; yo lo ponía en práctica. Él pedía perdonar a los enemigos; yo buscaba acabar con ellos. Los enemigos eran los romanos y ya llevábamos varias décadas de sometimiento. Mientras él perdonaba la vida, me contaron lo que sucedió con una mujer sorprendida en adulterio; yo maté a varios soldados romanos. Él proponía ´poner la otra mejilla´; yo representaba la causa de quienes rechazábamos a los invasores.
Al igual que él, yo era famoso. Todos, judíos y romanos, sabían bien quién era yo. Los extranjeros querían apresarme para matarme; para los judíos representaba el camino de la liberación. Pero, tanto los unos como los otros me perdonaron la vida. ¡Me querían más que al maestro! La muchedumbre gritaba: “Barrabás, Barrabás”.
Para tratar de entender esto, les propongo retroceder varios años. Mi nombre completo es Jeshua bar Abba. Es arameo y traduce: Jesús, hijo de Dios. ¿Sorprendidos? Pues, para más sorpresa. Barrabás era el sobrenombre que la gente nos daba a quienes luchábamos por la independencia de Judea. Los profetas anunciaron que el Mesías, el salvador, liberaría al pueblo. El Mesías era “hijo de Dios, es decir, “bar Abba”. Por tanto, a quienes nos oponíamos a la dominación romana nos decían: “Barrabás”, que significa, “hijo de Dios”.
Los planes de Dios son misteriosos, pues cualquiera de los dos que hubiera muerto… habría muerto el “hijo de Dios”. Y el plan de Yaveh se cumpliría.
Ahora, después de varios años de ese momento crucial ante el Procurador romano, recuerdo que él le preguntó a la gente sobre a quién debía liberar. La gente respondió gritando: “Barrabás… Barrabás”. Yo todavía me pregunto, ¿a quién quería salvar la gente? ¿Al maestro, hijo de Dios, «bar Abba»? O, a mí, Barrabás, «bar Abba». ¿La historia sería la misma si le decisión de Pilatos hubiera sido otra?
Cuando gritaban: ¡Barrabás… Barrabás!, querían salvar al maestro, «bar Abba» (hijo de Dios). De eso estoy seguro. Pero, Pilatos me liberó a mí. No porque se hubiera confundido; porque le convenía. La petición del pueblo era la libertad de Jesús, el maestro, pero el gobernador tergiversó la solicitud y aprovechó la ocasión para liberarse de un enemigo de Roma y del Emperador. Durante el juicio, el maestro se había declarado: “rey de los judíos”, y eso no podía ser tolerado.
Pilatos es un político avezado; se lava las manos como gesto de inocencia, pero condena al maestro para ser crucificado. Con eso, podía liberar a Roma de un sedicioso. Cambió, a su acomodo, la petición del pueblo, pues no existía la costumbre de “liberar a un reo por Pascua”, como él lo dijo. Se lo inventó, porque eso convenía a sus propósitos como Procurador y podía, así, congraciarse con el Emperador. Después de esa ocasión nunca más se volvió a liberar a un preso.
Además, yo era un líder popular y crucificarme hubiera supuesto un motivo para que mis hermanos iniciaran una rebelión y sofocarla era un desgaste militar para su gobierno. Pero, como la ocasión le fue propicia, él la aprovechó. Con la muerte del maestro, Pilatos ganó por dos lados: acabó con un sedicioso y evitó una revuelta del pueblo. ¡Político!
Según él, “cumplió” con la decisión del pueblo. La muerte del maestro no fue culpa de Roma. La gente la “solicitó”; él sólo “acató” la petición de los judíos. Nuevamente la política se entromete para hacer su propia historia. El Procurador no se confundió, aunque alegara luego que no comprendía el arameo. Que no se confundió puedo demostrarlo. No era posible que la misma muchedumbre que pedía, ante Pilatos, la muerte del maestro, lo hubiera aclamado unos días antes cuando entró a Jerusalén. Lo vitoreaban como rey y eso llegó a sus oídos, quien, como dije, aprovechó la oportunidad que le brindaron Anás y Caifás y así se pudo liberar de un estorbo para Roma.
El maestro murió crucificado. Salvé mi vida, pero después de ese día vago sin rumbo. Mi crisis es existencial. Estoy vivo, sí, pero ¿qué sentido tiene? No puedo creer que Yaveh hubiera decidido entregar a su hijo al sufrimiento para salvar a la humanidad.
¡Para salvarme a mí!